Una vez fui taxista

Autor: Mirta Eugenia Contador Ortiz
Seudónimo: Desislova
Año: 2019 – Segundo Lugar

La historia que contaré, aunque parezca insólita, rara o quizás inusual sucedió hace varios años. Aún me arrepiento no haber solicitado a la dama su número telefónico. La verdad que en ese entonces muy pocas personas usaban celular.

Después de esa fecha 1995 cuando ocurrieron los hechos, no ha pasado ni un solo día, en que no me acuerde de la situación vivida. Aún retumban en mi cerebro las palabras que dijera la dama:” Madre, esposa y nuera en una hora de viaje”.

En muchas ocasiones he pensado en ella, sé que daría testimonio de lo que vivimos un día cualquiera en la capital.

Había egresado de la carrera de Ingeniería Civil Industrial, estaba a punto de recibirme, pero había un gran detalle, no tenía dinero para pagar el título. La precaria situación económica que nos tocaba vivir con mi madre, una modesta empleada de Correos de Chile, y un padre fallecido hacía años, me impedía contar con los recursos necesarios. La carrera la había cursado gracias al crédito que la mayoría de los estudiantes chilenos teníamos cómo única solución.

Después de varios días de pensar en la forma de conseguir los recursos, sin molestar a los pocos familiares, puesto que ellos estaban en las mismas condiciones que mi madre y yo, se me ocurrió la idea de hablar con un tío lejano que trabajaba como taxista en la ciudad de Santiago. Debo aclarar que soy de provincia.

Me armé de valor una mañana y me dirigí a casa del mentado tío Dagoberto Ruiz. Después de los saludos y la conversa de temas simplones le expuse mi plan. El tío que era una buena persona consideró buena la idea de pasarme el taxi por unas horas para que yo ejerciera la labor de taxista y así juntaría el dinero para pagar el título.

Llevaba trabajando una semana, con bastantes dificultades, puesto que no conocía casi nada de la gran capital. Pero mi juventud y el entusiasmo por ganar dinero sin molestar a nadie me tenían  contento y optimista.

Era un día Lunes, me levanté muy temprano. Después de asearme lo mejor que pude, me dispuse a salir con todas mis ganas a trabajar. Iba muy contento y escuchando música por la Alameda Bernardo O’Higgins. En un paradero me hace parar una dama distinguida. Ella abordó el taxi y se sentó en el asiento detrás del chofer. Creo que tendría alrededor de unos 45 años. Usaba lentes ópticos, el peinado muy bien arreglado igual que su traje que parecía de muy buena confección.

Me pidió que la llevara al Centro de Perfeccionamiento de Lo Barnechea. Era un lugar un poco lejano. Me pareció bien, porque me permitiría cobrar un buen precio por la carrera.

Habíamos avanzado como unas seis cuadras cuando me detuve en un semáforo en rojo. De repente se abrió la puerta del asiento donde iba la dama y se introdujo un tipo grandote, cierra la puerta y me grita: ¡Avanza cabro, ya cambió la luz!

Yo muy sorprendido le digo: – Señor el taxi está ocupado, ¡por favor bájese! –La dama me ha pedido una carrera especial…

-Nadie te ha preguntado algo- responde el hombre y agrega – Conduce, sigue ya te daré las órdenes. (Yo comencé a transpirar frío, no atinaba a detenerme, no sabía qué hacer).

Luego de avanzar varias cuadras el tipo vuelve a hablar y dice:

– Tengo un arma apuntando a las costillas de esta bella mujer y si tú no haces exactamente lo que te pido ella y tú se van derechito al “patio de los callaos”

– Ahora toma la ruta que va hacia Rancagua y en el camino te iré dando instrucciones. -Si te portas bien y haces tu trabajo nada les pasará.

La dama no hacía ningún movimiento ni menos comentario. Varias veces la miré por el espejo retrovisor y ella estaba igual muy tranquila mirando por la ventanilla. Yo estaba aterrado.

Habían trascurrido varios minutos de silencio, fue entonces cuando el hombre con una voz desagradable y un tono sarcástico nos dijo: _ Bien, ahora tenemos que conocernos, porque este viaje va a durar más de media hora y yo necesito saber quiénes son ustedes.

-Habla tú primero cabro ¿cómo te llamas? y que haces manejando el taxi, porque se ve que no eres taxista…

La voz casi no me salía, tuve que hacer un gran esfuerzo para poder hilar alguna conversación.

-Me llamo Roberto Espinoza, soy egresado de la carrera de Ingeniería y vivo con mi mamá, mi padre falleció hace muchos años. Ahora estoy tratando de juntar dinero para pagar el título, por eso trabajo de taxista algunos días de la semana. El hombre me interrumpe diciendo- ¿De quién es este taxi? De un tío lejano que me tiene aprecio. Le respondo con miedo. – Mira tú, eres un “cabro encachao” por lo que se ve.

Gira la cabeza y mira a la dama que no ha despegado la mirada del paisaje que recorremos a la vez que le pregunta- Y usted señora o señorita ¿Cómo se llama? y ¿Qué hace?

La dama responde con mucha tranquilidad y sin mirarlo. Soy profesora de Historia y Geografía, me llamo Inés, vivo en Antofagasta, con mis padres y dos hermanos menores que yo.

– ¡Vaya, vaya!  ¡Miren que parejita me he encontrado! ¡Justo lo que necesitaba para mis planes!

No sé cómo logro reponerme un poco y le pregunto con algo de seguridad ¿De qué planes habla, si se puede saber?

– Tranquilito cabro, ya te irás enterando de qué se trata. Ahora mira bien el camino, no quiero que choquemos. Debemos llegar bien a Machalí. ¿A Machalí? – pregunto con asombro y ¿Qué haremos allí?

El hombre no responde en absoluto sólo repite varias veces moviendo la cabeza de arriba abajo

: “Un ingeniero y una profesora, quién lo diría.”

Los minutos y los kilómetros fueron avanzando y yo cada vez me sentía tan asustado, mejo dicho aterrado. Se hizo un gran silencio, lo que me permitió pensar en mi madre. Ella era lo mejor que me había dado la vida. Juntos teníamos grandes sueños para cuando yo empezara a trabajar como ingeniero. Queríamos viajar, comprar una camioneta grande y a lo mejor una parcela con una casa cómoda y bellos muebles.

Ahora parecía que todos los sueños estaban en la cuerda floja. Me invadían miles de malos pensamientos. Llegué hasta pensar que mi vida tendría un funesto final.

En momentos observaba a la dama, que siempre estaba igual, parecía no tener ningún temor. No se le movía ni un cabello. Cuando hablaba lo hacía con una voz cálida y agradable. Siempre sin mirarnos, como quien cuenta una historia, sin temor, ni ansiedad.

Una vez que llegamos al pueblo de Machalí, el hombre nos dijo:

– Ahora van a hacer todo lo que yo les diga. Van a seguir mi juego. Por lo que veo ustedes son personas inteligentes y si se portan bien, nada les pasará. Pero si intentan algo en mi contra no van a tener tiempo para contarlo, se van derechito donde San Pedro.

Yo te señalo el camino, presta atención cabrito. Me indicaba por dónde ir, hasta que llegamos a una casa grande, que tenía un portón de madera gruesa. – ¡Para aquí cabro! – dijo el hombre. Detuve el auto y nos quedamos esperando lo que seguía…

– ¡’Bajemos ahora y mucho cuidadito con hacer alguna tontería! ¿Está claro? – nos gritó.

Una mujer se acercaba corriendo, haciendo señas con las manos.

-¡Hermano, hermanito llegaste por fin! Gritaba la mujer muy contenta.

¡Aquí estamos hermanita como te lo prometí!

Saluda a tu tía Ana, niño me dijo y me dio un pequeño empujón.

¡Hola tía! Le dije con tono bajito. – Dale un abrazo a tu sobrino hermanita. Entonces nos fundimos en un abrazo largo y cariñoso. Luego el hombre tomó del brazo a la dama y le dijo- ¡Te presento a tu cuñadita Inés! La profesora con toda la naturalidad del mundo le dice:

– Mucho gusto Anita, tenía tantos deseos de conocerte.  A lo que Anita responde- Arturo me ha hablado tanto de ustedes, que me moría de la curiosidad, son igualitos como él los describía. Fue entonces que nos enteramos que el hombre se llamaba Arturo. Fue lo único verdadero que supimos de él.

Pero pasen dijo la mujer. La mamá los está esperando hace tanto tiempo. Pero como tú sabes mejor que nadie Inés, tu marido casi nunca viene por estos lados…

Luego entramos a la casa. Las mujeres conversaban tranquilamente como si se hubiesen conocido de toda la vida. Yo ni sabía qué hacer, no entendía nada.

El hombre no soltaba a la dama del brazo y me miraba de tanto en tanto con una mirada amenazante. Llegamos al dormitorio de la señora madre del hombre. La habitación era enorme, con muebles antiguos y no tenía mucha luz. Allí en el centro estaba la cama y en ella yacía una anciana enferma.

Nos aproximamos a ella y el hombre se inclina para besar en la frente a su madre a la vez que con mucho orgullo y alegría comienza a presentarnos.

Ve mi viejita querida, que no te mentía cuando le dije que vendría con mi familia a visitarla. Aquí está mi muchacho, se llama Roberto. Me empuja y me ordena: – Saluda a tu abuela niño, ella quiere conocerte.

Me acerco y observo la carita de aquella anciana. Ella me mira con gran dulzura; entonces le digo abuelita que gusto me da conocerla ¿Cómo se siente? Ella toma mi mano y responde – Ahora mucho mejor hijito, que lindo eres. Pero no te pareces a tu padre.

Ramón finge una risotada y agrega: – Madre que dice  – Roberto se parece a su madre, mírala es igualita a él ¿verdad?. La profesora se aproxima con delicadeza y con una dulzura inmensa pasa su mano por las mejillas de la anciana y le dice. -Tenía muchos deseos de conocerla suegra, que bueno que pudimos venir verla.

Yo no podía creerlo, tanta familiaridad. Parecía que la dama y la anciana realmente eran familia. ¿Se conocían Arturo y la profesora? ¿Qué me pasaría a mí si ellos estaban confabulados en este asunto?

Estuvimos largos minutos conversando como una familia bien constituida y feliz, hasta que la anciana dio signos de cansancio y decidimos dejarla descansar.

La profesora y Anita siguieron con su plática y la supuesta tía nos invitó pasar al comedor.

Ese día almorzamos una rica cazuela de campo, pavo asado con papas, un buen vino de la casa y mucha conversación. De tanto en tanto Anita dejaba la mesa para ir a ver a su madre, pues esperaba que despertase para darle su almuerzo.

Nunca había tenido la oportunidad de ver tanta generosidad y amabilidad de parte de una anfitriona. La mujer gordita con mejillas coloradas nos trataba con tanto cariño y estaba tan feliz con nosotros… El silencio volvía en los intervalos en que la “tía” se ausentaba de la mesa. Entonces yo miraba al hombre, quién me devolvía siempre una dura mirada. La profesora actuaba con tanta naturalidad que llegué en momentos a pensar que realmente tenía que ver algo con esa familia. Tenía tanta desconfianza de ella a la vez que el miedo me paralizaba por momentos.

Después del suculento almuerzo, el hombre le agradece a su hermana las atenciones y le comunica que su mujer y su hijo deben retirarse.

-Anita ellos deben volver a Santiago, tienen muchos pendientes. Pero no te apenes pronto se harán un tiempo para volver a visitarlas.

Regresamos donde estaba la anciana enferma. Ésta ya se encontraba despierta y nos sonrió cuando nos acercamos para despedirnos. Me incliné como tantas veces he besado a mi madre y besé su mejilla tibia; luego la profesora se acercó y le habló con cariño, pero muy bajito, no pude escuchar lo que le decía. Luego salimos de la habitación. Sólo quedaron madre e hijo platicando…

Mi curiosidad fue creciendo y no pude evitar acercarme a la puerta del dormitorio para escuchar la conversación del hombre con su madre.

Pasaron varios minutos y el tipo salió de la habitación. Se dirige a mí diciendo:

– Roberto regresa con tu madre, yo me quedaré hasta la noche. No te olvides de manejar con cuidado.

Las mujeres seguían conversando cosas de mujeres y yo acompañado del hombre salimos en dirección donde estaba el taxi.

Hubo abrazos de despedidas entre las mujeres y yo también abracé a la señora hermana del hombre y me despedí cordialmente.

Al abordar el taxi, el hombre se acerca y coloca algo en el bolsillo de mi chaqueta, luego me dice ¡Gracias! Y se aleja. La profesora se sienta en el mismo lugar donde antes había viajado y comienza el retorno a Santiago.

Habíamos recorrido un par de kilómetros en silencio, cuando siento que los brazos me pesan mucho y no puedo seguir conduciendo. Detengo el auto y espero ordenar mis pensamientos. Es entonces cuando la dama me dice:

– Bajemos del auto, necesito respirar aire. Nos bajamos y nos quedamos mirando cómo preguntándonos ¿Qué sucedió? ¿Fue real lo que vivimos?

Nos sentamos en un tronco caído a la orilla del camino y conversamos largo rato. Fue entonces cuando ella repitió varias veces: “Madre, esposa y nuera en una hora de viaje”

Tratábamos de descubrir quién era Arturo, por qué nos había elegido para tal cometido, qué hubiese pasado si no cooperábamos con él. De repente me acordé de lo que el hombre había puesto en mi bolsillo y con temor se lo mostré a ella. Era un gran fajo de dinero, mucho dinero. No podía creerlo, jamás había visto tanto dinero, sólo billetes grandes.

Ella también tenía en su bolsillo una cantidad similar. Estábamos tan asombrados. No sabíamos qué pensar…

Nos quedamos mucho rato en silencio mirando el paisaje, hasta que de pronto le pregunté:

¿Por qué no tuvo miedo cuando el hombre la amenazó con el arma? ¿Cuál arma? Me respondió. Él no tuvo jamás un arma, quizás sería un diario doblado, una rama, pero jamás un arma.

¿Cómo lo sabe? Interrogué curioso… Ella tranquilamente me respondió. –MI padre es carabinero y varias veces lo he visto limpiar su arma de servicio y hasta la he tocado, sé perfectamente como es.

Entonces ella me miró profundamente y me preguntó:

¿Qué le dijo la señora madre a Arturo cuando se quedaron solos?

No pensé que ella se daría cuenta de mi indiscreción, era algo que jamás olvidaría:

Entonces les respondí:

– “Hijo mío, valió la pena el esfuerzo que has hecho, pero a una madre no se la puede engañar”

Fin