Autor: Yerko Andrés Strika Robles
Seudónimo: Lino Urso Bautista
Año: 2019 – Primer Lugar
El cuádriceps es el músculo más voluminoso de la parte anterior del muslo. Recibe este nombre porque está compuesto por cuatro vientres musculares. Estas porciones o cabezas, son: Músculo recto femoral, que viene desde la pelvis y cadera y es la porción que ocupa la posición central y más superficial. Esta porción del músculo es biarticular, es decir, tiene función sobre rodilla, pero también sobre la articulación de la cadera; Músculo vasto lateral, situado en la parte externa; Músculo vasto medial, situado en la parte interna del muslo y Músculo vasto intermedio, situado en la parte central del muslo, que es la porción más profunda.
De lo anterior, Ariel no tiene idea. El sólo pedalea, porque de eso depende que coma. Sus muslos y pantorrillas descargan la fuerza sobre el pedal, que hace girar un engranaje, por el que se mueve una cadena que conecta con un piñón y hace que la rueda del triciclo gire. Así de simple. Invierno y verano, métale pedalear. A veces se fatiga, pues el esfuerzo es mucho y la vianda poca. Dale, Ariel, que vas atrasado; los sacos los necesitaban a mediodía y ya pasan de las doce; Es que los autos me corretean y por la vereda no se puede andar; se justifica Ariel, en el mismo sudor de un sol abrasante o en la humedad de la lluvia que le da en la cara, con ese viento cruzado que exige el doble de fuerza para avanzar. Pero las piernas de Ariel no flaquean, son su amor y su sustento, como diría la canción y en cada arremetida contra el pedal, se vuelven más poderosas, haciendo trabajar ese grupo de músculos que se aprietan contra la piel, como si quisieran pasar a través de ella.
Al papá de Ariel, le dijeron, con otras palabras, que su hijo era tonto; que a duras penas juntaría las letras y de los números, ni hablar. La escuela carecía de todo plan de integración y ganas de hacerse cargo de un alumno tan rezagado y grande, que ya en sexto básico, con catorce años, se afeitaba y les miraba el culo a las profesoras, cosa que ellas notaban y les incomodaba un tanto. El padre, hojalatero, viudo y con más bocas que alimentar, juntó como pudo el dinero para comprarle a su hijo un triciclo casi nuevo y lo puso a trabajar con él, en el reparto de los artefactos que le encargaban. Así, el muchacho de quince años y con sexto básico aprobado como un regalo, sale a despachar las latas que su papá corta y perfila: cajas para calefón, tomas de aire, canaletas, jardineras y todo tipo de encargos ruedan en la plataforma del triciclo, amarrados con cordeles y el estrépito que se arma al pasar por un bache. Por primera vez en su vida, Ariel se siente útil y libre, haciendo algo bueno sin sentir que su cerebro se funde frente a los libros que nunca pudo entender y las eternas calificaciones rojas que pululaban en sus informes académicos. No, ahora pedalea y le hace collera a los perros que lo salen persiguiendo, dejándolos atrás con un par de patadas fenomenales a los pedales, tomado un vuelo que es difícil detener cuando la inercia se transforma en velocidad.
El trabajo de Ariel exige piernas, y el músculo recto femoral, ese que compone el cuádriceps y se articula con la cadera y rodilla, se va moldeando de a poco en una definición perfecta, asemejando las ilustraciones que se encuentran cuando se quiere saber más de anatomía humana. Las piernas de Ariel son lampiñas, lo que facilita el estudio fisonómico de las extremidades inferiores, incluyendo la pierna, que, dicho sea de paso, es la porción comprendida entre la rodilla y el pie. Pero ustedes ya saben que Ariel no entiende nada de esto y si no pedalea, no hay comida. Sale perro, le dice al quiltro negro que le falta un ojo y que nunca ha podido darles alcance a sus tobillos, de tan rápido que hace girar los pedales cuando se quiere perder en la polvareda de la única calle de tierra que queda extraviada entre los pasajes de la población. Ahí va, con las latas tintineando, poniéndole carne a los fierros cuando empieza atardecer en otoño, que hace más frío y por la costanera a esa hora se puede ver el río en el ocaso de otro día. Después de repartir toda la carga, Ariel llega exhausto a la casa de su padre, que también está cansado de cortar zinc y latón y piensa qué será de su hijo cuando él no esté. Mi guacho, le dice de cariño al joven que ya es más alto que él y que pedalea de sol a sol.
De lo que sí sabe Ariel, es como cuidar su triciclo de reparto. Todos los fines de semana lo lava y desarma con las herramientas adecuadas. No deja que nadie lo toque. Desmonta la rueda trasera y con una escobilla de dientes untada en parafina, lava el piñón, quitándole el exceso de aceite y la tierra que se adhiere al acero. Lo mismo con la cadena, que es sumergida en un tarro de café lleno con diluyente, para que suelte toda la mugre, mientras remueve el plato donde van los pedales, para realizar idéntica operación. Engrasa el eje y ajusta las tuercas que han aflojado en la semana. Luego, quita las ruedas delanteras y hace descansar el marco del triciclo apoyado en unos bloques de madera, que guarda envueltos en una pieza de cuero, como si fueran joyas de la corona. Revisa los rayos y lubrica el pasador. Con el esqueleto de fierro descansando en la madera, toma un paño humedecido con detergente y recorre cada parte del triciclo desprendiendo la suciedad acumulada de tanto rodar, hasta que el agua del balde usado para ese fin, cambia de prístina a turbia y luego a negra, en una transformación inversamente proporcional al relucir del triciclo. No he visto a nadie más meticuloso que Ariel cuando le hace mantención a su vehículo de tracción humana. El uno sin el otro, es nada. Una vez que los metales han soltado la porquería pegada a ellos, como se pega la vida marina al vientre del barco, Ariel vuelve todas las piezas a su lugar y retira los bloques de madera a su estuche de cuero. La última operación consiste en inflar los neumáticos con un bombín de mano, hasta que el dedo pulgar apenas logra deformar la superficie de la goma. Satisfecho, Ariel monta el triciclo y da una vuelta a la manzana para comprobar que todo esté en orden y luego lo guarda rojo resplandeciente bajo un cobertizo, asegurándolo con una gruesa cadena y candado, cuya llave amarrada a una pitilla, descansa convertida en abalorio contra el pecho de Ariel.
Guillermina, como Ariel, no terminó el colegio y se quedó en casa cuidando a su madre, que gorda como un zapallo y con las piernas así de hinchadas, apenas puede caminar. Guillermina, tráeme esto, Guillermina, tráeme esto otro. Bañarla es una proeza y debe ayudarla para que se vista. La mujer, hipertensa y diabética, no se mide al momento de comer y la obesidad la mantiene prácticamente confinada en casa. No es mala persona, pero descuidó su salud y ahora la vida le pasa la cuenta. Menos mal que tiene a Guillermina, la pobre Guillermina que no terminó el colegio y que se lo pasa cuidando a su mamá. Cuando no está con ella, sale al pequeño antejardín a barrer las hojas y ve pasar a Ariel en su triciclo rojo, a veces en pantalón corto, exhibiendo la musculatura perfecta de sus extremidades. Ahí se queda Guillermina, mirando al repartidor apoyada en la escoba, hasta que desaparece de su vista.
A Raquel, la madre de Guillermina, la visitan de tanto en tanto del centro de salud de su sector. Ha ido el médico general, la psiquiatra, enfermera, nutricionista y terapeuta ocupacional; todos haciendo diligentemente su trabajo que choca, o más bien rebota, con la falta de disposición de Raquel a hacer algo por su vida. Ya hace tiempo que no van, pues la dejaron citada para hacerle exámenes y como forma de motivarla para que salga de casa. Se queja de mareos y dolores y duerme sentada en un sillón, donde también sufre de apneas. Quejumbrosa vida, la de Raquel. Anhelante vida, la de Guillermina.
La muchacha ya conoce bien el horario del repartidor y esa mañana, sale a barrer la vereda, decidida a hacer lo que ya decidió. Lo divisa doblando la esquina, vestido con un jeans cortado a lo rodilla y una camiseta azul, que lo hace lucir muy bien arriba de los fierros rojos. Se nota que viene recién aseado, con el rostro sereno y los ojos negros perdidos en las promesas del día que inicia. Guillermina, pasa la escoba por la acera como por cumplir y cuando el joven se aproxima, ella lo intercepta con un gesto, pidiéndole que se detenga. Ariel, que también ha visto a la muchacha cada vez que pasa por ahí, y con mayor razón hoy, que desde la esquina ya adivinaba su silueta ajustada, barriendo la calle tan bien vestida, que algo no le cuaja. Aplica freno a su triciclo. Se saludan. Luego se presentan y Guillermina toma la palabra para decirle a Ariel que necesita contratar sus servicios. Explica en síntesis de lo que se trata y quedan el jueves de la próxima semana, a las nueve de la mañana y sin ser para nada imprescindible, se despiden con un beso en la mejilla. Ambos sonrojados, ella barriendo y él pedaleando, van entrando en el día con un corazón que palpita más fuerte de lo habitual.
Ariel, hace ya tiempo que diversificó su negocio de reparto. El quehacer de su padre no es algo para jornada completa y realiza otros trabajos repartiendo frutas, sacos de harina, sacos de papas, cilindros de gas, acarreando chatarra, flores y plantas, leña, todo tipo de repuestos y en general cualquier cosa que quepa en la plataforma del triciclo y que sus piernas puedan mover. En invierno, se pone botas de agua y una capa de plástico y cruza gente de un lado a otro de la calle, cuando la lluvia inunda las calzadas. Ha hecho de todo, pero lo que le pidió la muchacha es algo nuevo, piensa, en tanto pedalea con calma, al primer flete de la jornada.
El día acordado, un bien presentado Ariel golpea la puerta y le abre Guillermina muy de labios pintados. Con el gusto del último beso, se saludan de igual forma y la muchacha le dice al joven que acomode su triciclo lo más cerca posible de la puerta. Ariel, empuja el vehículo con cuidado, que pasa muy ajustado por la reja de calle y espera la carga, con la plataforma acondicionada para la ocasión. De pronto, asoma por la puerta doña Raquel en su metro y medio y ciento y tantos kilos, quien resoplando y como puede, sube al triciclo sentándose en la banca que Ariel improvisó, haciéndola crujir. Los fierros también la tienen difícil y haciendo gala de toda su pericia, el joven gira el triciclo con total prolijidad y lo conduce a través de la estrecha reja, sin que los metales se toquen. Acomodada y emocionada de estar en la calle, doña Raquel se disculpa por no haber saludado antes. No se preocupe, le dice él; Sujétese bien. Ariel, se para sobre los pedales y pone a trabajar ese grupo de músculos que componen el muslo, sumado a la pierna. Toda la carne a la parrilla y enfila rumbo al centro de salud, que dista unas veinticinco cuadras de ahí. Le dice a Guillermina que se suba no más y ésta, dudosa, brinca a la carrera sobre el triciclo rojo, que va agarrando vuelo impulsado por las formidables piernas de Ariel.
La brisa de la mañana. El suave deslizar del triciclo por el asfalto. Los ojos de Guillermina y Ariel que se encuentran. Doña Raquel que se siente viajar en una limusina. La maravilla de la energía mecánica transformada en energía cinética. Alguien los ve pasar y aplaude.
De regreso a casa, el rostro de la mujer es otro y le pide a Ariel que por favor dé una vuelta a la manzana. Hace años que no paseaba por su barrio y se llena de profunda nostalgia al reconocer y desconocer las fachadas de tantas viviendas humildes, como la suya. Doña Raquel, se tutea a sí misma: Ay, Raquel, en qué te has convertido, suspira en un hipo que la hace sollozar. Llegan a casa y nuevamente como puede, la mujer baja del triciclo, ayudada por Guillermina y Ariel. La muchacha le pide al joven que espere, en tanto acompaña a su madre al interior de la vivienda. Doña Raquel, con un dejo de melancolía, le toma la mano a su conductor y le da las gracias, entrando a duras penas para sentarse en el sillón de siempre, derechamente a llorar. Vaya, mijita, le dice a su hija, Yo estoy bien.
Ariel, ya ha sacado el triciclo a la calle y aguarda por la muchacha. Ella, sale a su encuentro y abre un monedero, donde se ven unos billetes arrugados. A usted, no le puedo cobrar, le dice mirándola a los ojos y tratándola de usted. Guillermina le dice que ese no era el acuerdo y estira un billete que es rechazado por el joven. Pero, Ariel, le dice, mi mamá quedó citada para quince días más y si no me acepta el pago, no puedo volver a contratarlo. Ariel, que es corto de entendimiento, pero que tiene piernas firmes para parársele a la vida, no sabe de dónde saca las palabras y le responde: Le parece que lo hablemos el domingo, mientras damos una vuelta. Guillermina, muy de labios pintados, le estampa un beso en la mejilla y le dice que bueno. Ariel se sube al triciclo que ahora pesa lo mismo que una pluma y pedalea con los labios de ella marcados en su cara, a buscar unos ladrillos que un vecino le encargó, para terminar una ampliación.
La víspera del domingo, el triciclo es desarmado por completo. Es lavado, ajustado, aceitado como nunca, desmontado y vuelto montar. Bien vale el resultado de su trabajo, la expresión: Refulgente como el Sol. Esa noche, Ariel casi no duerme de los nervios, apretando contra el pecho la llave del candado que custodia su amor y su sustento.
A eso de las tres de la tarde del domingo, Guillermina le dice a su madre que va a salir a dar una vuelta. La mujer, que se ya se lo ha llorado todo y que al menos de espíritu se siente más liviana, le dice: Vaya, mijita; sin preguntar nada. A las cuatro en punto, golpean la puerta y la muchacha abre con el corazón en la boca. Es Ariel, vestido de largo y oliendo a colonia. Afuera, en la calle, el triciclo rojo refulgente como el sol, los aguarda adornado con flores y un taburete del mismo color, para que se siente la invitada. La muchacha, muy de labios pintados, se acomoda en la primavera de su vida, mientras Ariel comienza a pedalear tan suavemente, como el deslizar de una lágrima, la misma que corre por la mejilla de Raquel, que se ha puesto de pie y mira por la ventana, como los enamorados se alejan en el triciclo enflorado.