Autor: Yerko Andrés Strika Robles
Seudónimo: Ted Machuca
Año: 2019 – Tercer Lugar
Aquella diminuta anciana había pasado toda su vida en una sencilla casa frente a la estación ferroviaria del pueblo. A veces salía a caminar por el viejo jardín envuelta entre los olores candentes de las locomotoras que se entremezclaban con los suaves perfumes de las rosas y las violetas malheridas por el frío del invierno. Desde hacía un par de años había quedado sola. Una vez viuda, los hijos la fueron abandonando lentamente bajo la excusa de que ya eran demasiado grandes para seguir al alero de sus exiguas caricias. De ese modo pudieron evadir la acelerada vorágine de preocupaciones y exigencias que iba imponiendo su edad. El primogénito la hubiera querido cuidar por un tiempo, pero su mujer estaba demasiado hastiada de ser siempre postergada a causa de las constantes atenciones que le imponía la anciana.
– Ella ya hizo su vida – decía con recelo. – Ahora nos toca a nosotros.
Fue tal la insistencia por irse de aquel pueblo, que un día tomaron el tren y se despidieron de ella dejándola en el umbral de la vieja casa, justo enfrente de la estación.
La hija menor, Susana, tal vez quien más la quería, se había ido tan lejos que era casi imposible que pudiera visitarla antes de morir. Quién sabe si podría enviarle algunos regalos para su cumpleaños antes de que perdiera por fin la memoria. La última en quedarse con ella había sido su hermana Magnolia, tan vieja y cargada de dolores como lo estaba ella. Un día tomó el último tren de la primavera para ir a visitar a uno de sus hijos y nunca más volvió.
Sola, enferma y con el cuerpo cada vez más desinflado debido al exceso de años, la pobre mujer apenas podía ponerse en pie para ir cada mañana a mirar por la ventana el paso de los trenes con la esperanza de ver llegar a alguno de los hijos que habían prometido volver a visitarla. Cierto día la ventana amaneció empañada con los vapores del invierno y la anciana intentó inútilmente limpiarla con el antebrazo. Se refregó los ojos y sin embargo los cristales siguieron empolvados bajo la misma costra polvorienta. Entregada a las circunstancias, se dio cuenta que ya no miraba como antes y una delgada tela blanca fue tapando lentamente sus ojos. Entonces tuvo que aprender a vivir de nuevo, ahora a oscuras.
Una vez que quedó completamente ciega el ruidoso paso de los convoyes se encargaron de mantenerla viva. El tren de las siete la despertaba para recordarle que debía tomar los primeros remedios del día que el equipo municipal le traía cada viernes a su casa con el fin de sujetarle la vida por un tiempo más. Luego volvía a dormir. Cuando sentía el pitazo del tren de las diez se levantaba a tientas para ingerir los jarabes y sobarse la piel con los ungüentos perfumados que la hacían sentir un poco más viva. A veces desayunaba. El tren de la una le avisaba que era hora de los medicamentos para su desvalido corazón que apenas latía, mientras que el Expreso de las seis de la tarde era la señal inequívoca para repetir la misma dosis de la mañana. El Nocturno, el último tren de la jornada, le recordaba que antes de acostarse debía tomar las vitaminas que aún le sostenían el escaso vigor de sus carnes. Luego se iba a dormir, tal vez con hambre, tal vez con frío. A veces lloraba para sentir la tibieza de sus amarguras corriendo por sus pupilas cansadas. Un día los trenes no pasaron. Las noticias hablaban de un descarrilamiento que mantendría las vías interrumpidas por un par de semanas. Nadie murió aquella vez. La única víctima de aquel accidente fue la pobre anciana a quien nunca más los trenes la despertaron para recordarle que aún estaba viva.-