Autor: Raúl Clavero Blázquez
Seudónimo: Awoo
Año: 2022 – Mención Honrosa
– ¿Te encuentras bien? – dice Martina.
Imagino mi rostro. Inundando mis ojos, mis labios, la mueca desencajada de quien ve a un fantasma.
-Ricardo – insiste -, ¿qué pasa?
Las palabras son insectos torpes trepando por mi garganta. Me ahogan. Se me atoran en la lengua formando un balbuceo pastoso e incomprensible. Delante de nosotros se manifiesta la verdad oxidada y vibrante de un recuerdo. Un Renault Once gris. Matrícula mil sesenta hache. De Salamanca.
-Es… es el coche de mi padre – consigo decir al fin.
El semáforo se pone en verde. Las manos me tiemblan sobre el volante. El Renault Once se aleja. Como la última vez que lo vi. Yo tenía ocho años cuando mi padre decidió abandonarnos a mi madre y a mí definitivamente. Él solía desaparecer de nuestro lado largas temporadas y al principio pensé que aquella huida sería como las anteriores, pero en esa ocasión, antes de marcharse, mi padre me tomó por los hombros.
-Me voy, y esta vez no volveré – dijo con voz de cemento y gesto de velatorio. Después empaquetó sus libros, sus dos trajes y su afeitadora, cargó el bulto en el maletero de su coche y se fue. No hubo una pelea con mi madre. No hubo gritos ni jarrones contra el suelo. Sólo una mirada breve y un “cuídate”. Cuando sus pasos resonaron más allá del portal de nuestra casa sentí que mi mundo volaba por los aires. Que aquello no era real. Corrí tras él mientras esa matrícula que ahora se pierde en una esquina se iba haciendo más y más pequeña en la distancia, corrí hasta que mis piernas dijeron basta y me desplomé en mitad de la carretera.
Un claxon furioso me saca de mi ensoñación. Miro a Martina.
-Agárrate – le digo y hundo mi pie en el acelerador.
-Pero, ¡qué haces!
En décimas de segundo mis neumáticos chirrían en la entrada de la calle por la que circula el coche de mi padre. No me cuesta encontrarlo. Se desplaza despacio, borboteando como una cafetera vieja, dejando clara su presencia en cada centímetro del paisaje.
-¿Qué piensas hacer? – dice Martina.
-No lo sé.
No, no tengo ni idea de qué es lo que quiero hacer. De momento me pego al Renault Once con matrícula mil sesenta hache de Salamanca.
Le sigo en un recorrido de varios minutos en los que el coche de mi padre parece ir improvisando una ruta azarosa por los rincones menos turísticos de toda la ciudad. Martina no dice nada. De vez en cuando me acaricia la pierna con el tacto de quien abraza a un niño que acaba de despertar de una pesadilla. A veces, si me acerco demasiado al Renault, me clava las uñas con suavidad. O silba fingiendo cierta despreocupación cuando nos detenemos en un stop.
El baile continúa hasta que el coche de mi padre da dos vueltas a una rotonda, regresa en dirección contraria al camino por el que hemos venido y se introduce en el parking de un supermercado. Sé que algo va mal, sospecho que me ha descubierto, pero no me queda otra opción que ir tras él.
El Renault Once se detiene entre dos plazas de aparcamiento. Yo freno a varios metros de distancia. Entonces, la puerta del conductor del coche de mi padre se abre y un tipo enorme y malencarado se baja y se dirige hacia nosotros con el ceño fruncido de un gladiador antes del combate.
-¿Qué cojones quieres? – grita.
Me siento minúsculo y estúpido. Una mota de polvo a punto de ser barrida de un soplido.
-Mi padre… – digo -, ¿dónde está mi padre?
-¿Qué? Llevas siguiéndome tres cuartos de hora, ¿quién coño eres?
El gladiador se acerca hasta casi rozarme. Puedo masticar su olor. Siento ganas de llorar, o de gritar, o de romper algo. Cualquiera de las opciones es una mala idea. Y es Martina quien me salva. La sonrisa de Martina. Siempre Martina. Martina habla. Martina le cuenta al gladiador la historia de mi padre. Martina se enrosca el pelo en un dedo y consigue una dirección a más de setecientos kilómetros de aquí y un “de nada, guapa”.
El Renault Once gris con matrícula mil sesenta hache de Salamanca se va, de nuevo y para siempre, de mi vida.
-Es una locura.
-¿Por qué?
-Ya le has oído. No recuerda el nombre de quien se lo vendió. Puede que ni siquiera fuese tu padre.
-Sólo hay una manera de averiguarlo.
-¿De verdad quieres conducir toda la noche por lo que ha dicho ese energúmeno?
-Si no te apetece venir, no vengas. No pasa nada. Pero yo tengo que ir. Entiéndelo.
Martina comprime los labios en una especie de versión cóncava de un beso. Se encoge de hombros, suspira, me regala una sonrisa y se ajusta el cinturón de seguridad. Martina. Siempre Martina.
La noche avanza. Martina duerme. La miro y sé que jamás podría prescindir de ella de la manera en la que mi padre se deshizo de mi madre. Mi madre. Mi madre. Mi madre. Pienso en mi madre, que nunca buscó un sustituto para papá, que nunca me hablo de él, que dejó que su presencia se fuera difuminando lentamente hasta convertirse en poco más que un rumor vago.
Martina bosteza. Me gusta verla cuando despierta porque en sus brazos que se estiran y se desperezan, en sus dedos que frotan cada parte dormida de su cuerpo me parece descubrir todas las edades posibles de Martina. Todos los días en los que aún no la conocía y todos los que ha de vivir aún conmigo se concentran en esas contorsiones mágicas que repite con precisión de relojero cada mañana.
-¿Hemos llegado?
-Sí.
He aparcado frente a una casa con jardín, luminosa, de aspecto similar a un anuncio de cereales, muy distinta, desde luego, al minúsculo apartamento en el que viví mi infancia.
-¿No vas a llamar?
-¿Me acompañas? – digo.
Salimos del coche. Un escalofrío me invade. Tengo la sensación de hundirme despacio en una laguna helada. Vamos a cruzar la calle, pero antes de que podamos hacerlo, una pareja se nos adelanta y llama al timbre de la cancela de la casa con jardín. El hombre y la mujer que llaman al timbre tienen mi edad. Quizá son algo mayores que yo. Tomo a Martina de la muñeca y hago que se pare. Volvemos al coche. Del interior de la casa sale una mujer vigorosa y enjoyada y poco después un hombre. Lo reconozco al instante. Queda poco en él de esa especie de Simbad que me contaba historias de sus viajes mientras me arropaba por las noches. Camina ligeramente encorvado, replegado sobre sí mismo, como si tuviera un viento permanente soplándole en la cara.
-¿Es él? – pregunta Martina.
La cancela se abre. Mi padre envuelve al hombre y a la mujer en un abrazo como de madriguera o de regreso al hogar y entonces me doy cuenta, sí, me doy cuenta de que esa es su verdadera familia, de que mi madre y yo no éramos más que una ficción, un entretenimiento pasajero. Probablemente conoció a esa mujer enjoyada que ahora ríe antes que a mi madre. Probablemente mi padre se cansaba de sus viajes y decidió tener un segundo hogar. Probablemente su primera esposa se enteró del asunto y le obligó a tomar una decisión.
-No, no es él – digo -, no es él.
Arranco el coche y el ruido del motor atrae la atención de mi padre hacia nosotros. Es un segundo, un solo segundo. Nuestras miradas se cruzan y sé que ve en mi al niño que abandonó. Lo sé por su mandíbula desencajada. Lo sé porque camina hacia nosotros. Y mientras me alejo lo imagino corriendo detrás de mi coche. Imagino mi matrícula haciéndose cada vez más y más pequeña en sus ojos.