Tres minutos

Autor: Marcelo Lillo Espinoza
Seudónimo: Vlad Tepes
Año: 2017 – Mención Honrosa

– Tu papá está en el hospital. Herido e inconsciente.

Eso me dijo mi madre una tarde de sábado, mientras ambos estábamos en el living mirando televisión.

La quedé mirando, extrañado, por una simple razón: era la primera vez que yo oía hablar de mi padre, un sujeto que jamás se tomó la molestia de conocerme, pero con el que al parecer mamá seguía en contacto. O ella, por algún misterioso motivo, estaba pendiente de él, aunque él la ignorara.

– Yo no tengo padre –le respondí sin mirarla, aunque por dentro me moría de ganas de someterla a un extenso interrogatorio.

– Todos tenemos padre, hijo –contraatacó ella–. Nadie nace sin un padre.

Miré la pantalla donde se desarrollaba una película que ya había visto un par de veces, pero mi mente continuaba repitiendo las palabras de mamá, eso de que mi supuesto padre se encontraba en el hospital, el único de esa ciudad donde el invierno parecía haberse establecido para siempre, aunque nada es para siempre, pero en esos años yo no lo sabía.

Tenía nada más que diecinueve y a pesar de que estudiaba para ser profesor no me daba cuenta de mucho, quiero decir de la vida que se desarrollaba a mi alrededor.  

Esa noche, acostado en mi cama y sintiendo la lluvia que corría por las canaletas, me pregunté qué sentido tenía tener un padre, cuál era la importancia, que significaba para un joven la presencia de un adulto de sexo masculino viviendo en la misma casa. Son esas preguntas que nadie se hace porque la mayoría nace con un padre a su lado, para bien o para mal.

– Se está muriendo –me dijo mamá al rato, cuando en camisa de dormir abrió la puerta de mi dormitorio. Vi su silueta parada en el umbral, esquelética, a punto de desaparecer–, y ni tú ni yo tenemos derecho a abandonarlo en un momento así.

– ¿Él lo sabe?

– No te entiendo, hijo…

– ¿Él acaso sabe que se está muriendo? –Dejé una pausa–. Mi padre.

Mamá no tuvo respuesta para esa pregunta tan intensa y profunda, además de absurda. ¡Qué importa si el que en un hospital ha perdido la conciencia sabe o no si se está muriendo! Nadie ha sido capaz de examinar el cerebro de manera tan minuciosa porque es imposible, porque la existencia tiene por obligación que poseer uno o varios misterios y el de la muerte es uno de ellos.

Mi madre ingresó a mi habitación y se sentó en la cama. Sentí el olor que despedía su cuerpo, a humedad, el mismo aroma que sueltan los objetos arrimados a un rincón y de los que nadie se acuerda.

 – Es mi culpa –dijo, alumbrada nada más que por la débil claridad que ingresaba por la ventana, de la luminaria encendida en la calle–. Nunca te hablé de él, nunca te dije siquiera que seguía existiendo…

Nos miramos a través de la cerrada oscuridad, algo imposible que se hizo posible aquella noche.

– Chocó hace dos días. Su camión… –agregó ella–. El camión que conducía se estrelló contra una retroexcavadora que avanzaba contra el tránsito. –Adiviné que se tapó la cara con ambas manos–. Lo escuché en las noticias, oí el nombre del chofer y supe que era él.

– ¿Estás segura?

Mi madre afirmó con la cabeza y se echó a llorar.

Afuera llovía y en el interior en penumbras de una habitación una mujer lloraba. Una mujer que olía a percán, el olor con el que cargan los pobres, no podía haber algo más triste. O más patético ya que lloraba por un hombre que seguramente conoció apenas y con el que jamás vivió, el que más encima la embarazó de un hijo que en tres años más se convertiría en profesor. Uno que enseñaría a sus futuros alumnos y alumnas la importancia de la familia en cualquier sociedad.

– ¿Quieres hablarme de él? –le pregunté a mamá.

– ¿Qué quieres saber?

– Todo.

Esa fue una larga noche, repleta de sorpresas porque qué adolescente se resiste a oír las circunstancias en las que sus padres se conocieron y en las que él fue engendrado, aunque esos padres no conformen lo que se dice ‘una familia’. Pensé, mientras mamá relataba esa historia inédita para mí, que muchas de sus frases eran para ponerlas en un marco, para exhibirlas en un lugar público y así instruir a las futuras generaciones de ciudadanos de este país, aunque cuando ella llegó a la parte más dura de su narración tuve ganas de hacer un hoyo en la tierra para enterrarme allí y no salir jamás.

– ¿Me comprendes, hijo? –me preguntaba ella cada cinco minutos, insegura–. ¿Comprendes por qué me quedé tanto tiempo callada?

– ¿Todavía lo amas?

– No sé si lo amo o lo odio. Eso es lo peor de todo.

Al día siguiente fue domingo y amaneció con una garúa que cubría la ciudad por completo. Ese tipo de llovizna que semeja neblina, eterna. Almorzamos escuchando música en una radio a bajo volumen y faltando poco para las dos de la tarde salimos de la casa y cruzamos la población hasta llegar al paradero. Las pozas se repartían por todas partes y el paisaje era de un gris siniestro.

– No quiero vivir más aquí –le dije a mamá, la que llevaba encima un abrigo y en la cabeza un pañuelo–. No quiero ser parte de esta desolación, de esta tristeza que no nos va a abandonar nunca. Si ella no nos abandona, entonces nosotros tenemos que abandonarla a ella.

– Te entiendo, hijo –contestó después de un silencio.

Viajamos en una micro semi vacía por espacio de media hora, una cacharra que sonaba por todas partes. Mamá llevaba las manos escondidas en los bolsillos del abrigo y con sus ojos tristes observaba el panorama a ambos lados de la ruta. Bloques y más bloques de edificios parecidos a cajones de manzanas, con vertederos entre medio, nada muy auspicioso.

Descendimos frente al hospital, el que ocupaba una cuadra entera, el que tras la garúa se había desdibujado. Sus contornos lucían esfumados y aguachentos como una acuarela, aunque la gente que ocupaba las escaleras de acceso se apreciaba con nitidez. Había también vendedores y al alzar la vista hacia los pisos superiores quise saber en cuál de ellos se hallaba mi padre, al que si no hubiese tenido ese accidente yo jamás habría conocido. Mamá no me habría hablado de él ni se habría empeñado en contarme su historia, la que no se parecía en nada a las que aparecen en la televisión para el disfrute de los televidentes.

– ¿Sabes en qué piso está? –le pregunté mientras sentía el calor del interior, donde las visitas conformaban una pequeña multitud.

– No sé –contestó mamá–, pero en la radio dijeron que estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos.

– ¿Sabes si tiene familia?

Ella sacudió la cabeza, asustada.

En Informaciones le consulté a un hombre por mi padre, le dije que estaba en la UCI y si mamá y yo podíamos pasar a verlo. Le expliqué que éramos su única familia. No sabía si el tipo iba o no a creerme, tampoco si la auténtica familia de mi padre había ido a visitarlo o se encontraba allí en ese instante.

Mientras sentía el olor de la ropa mojada y oía las voces de las personas que habían acudido a ver a su esposo o hijo o hermano o a su mamá, el tipo digitó el nombre de mi padre en una pantalla, el que yo me había aprendido de memoria desde que lo oí por primera vez anoche.

– Ah –dijo sin sorpresa–, es el que chofer que chocó el viernes. Piso octavo, habitación 804. Tiene nada más que tres minutos.

Le di las gracias y con mamá nos encaminamos rumbo al ascensor que estaba al final del pasillo. Tres minutos, eso era lo que teníamos, y era el tiempo suficiente. Tres minutos es a veces una eternidad; en otras ocasiones un suspiro.

Al salir del ascensor en el octavo piso nos desplazamos por un corredor en dirección a la habitación 804, pero antes de poder ingresar oímos una voz a nuestras espaldas.

– ¡Señor…! –exclamó una mujer.

Me di vuelta y vi a una enfermera vestida de blanco que se nos acercaba. Debía tener unos cuarenta años. Miró a mi madre y enseguida me miró a mí.

– A la Unidad de Cuidados Intensivos están prohibidas las visitas, salvo las de los más cercanos al paciente, y una sola persona a la vez –dijo–. ¿Quién va a pasar primero?

– Yo –contesté.

– Tiene tres minutos para ver al paciente. Cuando el tiempo se acabe tendrá que salir. ¿Entendido?

– Sí, señora.

Empujé la puerta y vi al hombre en la cama. Por suerte no había nadie más en la habitación, por un segundo creí que mi padre compartía la misma pieza con otros enfermos. Vi las máquinas, las que se conectaban a su cuerpo mediante unas mangueras. Máquinas, agujas y números, todo eso junto. Avancé hasta situarme a su lado; incliné la cabeza y le vi los ojos semicerrados, un lado de su rostro amoratado o quemado y la manguera color marrón que ingresaba por su boca. Ningún sonido llegaba hasta allí. Posé mi mano en la suya y se la apreté al tiempo que le decía:

– No sé si me estás escuchando o no. Soy tu hijo, pero sé que a ti no te importa porque a ningún violador va a importarle el producto de su delito. Ese soy yo y estoy aquí para hacer justicia, y eso no me va a llevar más de tres minutos. –Dejé un silencio y fui a situarme junto a las máquinas–. Tres minutos dura una canción. Y son nada más que tres minutos los que un humano puede estar sin respirar, eso lo aprendí en un programa de televisión.

Acto seguido desenchufé las máquinas y el hombre en la cama pareció desinflarse, al menos eso entendí cuando exhaló un suspiro asordinado. Después se quedó inmóvil. Me acerqué a la única ventana que había en la pieza y observé la garúa que seguía destiñendo a la ciudad, soñando con marcharme de allí, aunque fuera en la micro destartalada en la que habíamos viajado un rato antes.