ANATOMÍA DE UN DRAGÓN

Autor: Nírleska Valentina Mariel
Seudónimo: Valentina Vera
Año: 2017 – Mención Honrosa

La tierra ya ardía cuando vieron acercarse a la orilla de la playa el bote de madera pintado de colores para atraer a los turistas, que los isleños llamaban “El Dragón” por el constante rugido de su garganta mecánica. Salma miró hacia atrás temiendo convertirse en una estatua de sal, como la mujer de Lot, pero no pudo ver más que una gran llamarada naranja avanzando hacia ellos a través de las palmeras que delineaban la costa. Un poco más adentro se quemaba la choza que había sido su refugio. Como aves fénix, de la masa de fuego salían cuerpos enardecidos arrastrando bajo los brazos a niños pasmados de susto, ancianos descalzos tiritones o estatuas de santos desmembradas por el fuego, que la gente le arrebataba con igual esmero a las llamas porque nadie sobrevive a una gripe para contar la venganza de un santo quemado, mucho menos a una guerra.

Desde que corrían los rumores del acercamiento de los grupos rebeldes a la costa mediterránea, Salma dormitaba con la cabeza pegada al agujero que servía de ventana en su diminuta choza de lona y madera, olisqueando toda la noche, como un sabueso, en la dirección del viento. Sabía que la guerra olía a cenizas. Su hermano menor Ali, quien dormía a su lado, se volvía somnílocuo cuando el hambre quería comérsele los sueños y, tras un par de días de escasez, aquella noche le bailaban entre los labios los nombres de sus padres y el de Nizar, mientras el chico dormido sonreía y disfrutaba de aquellas palabras en la boca como si fuesen pedacitos de frutas deliciosas. Salma no lo despertaba: creía firmemente que en sus sueños sus muertos lo alimentaban, pero aquella noche sacudió a Ali de vuelta a la realidad, urgida.

Los hermanos fueron los primeros en huir. La chica sonó el parlante de aviso y corrió en dirección a la playa llevada al vuelo por Ali, porque el huesudo muchacho tenía las piernas tan largas que corría como una chita. Acompañados por el bullicio de la gente que huía desesperada, la explosión de las bombas, los disparos de ametralladora y los gritos dolorosos, los hermanos atravesaron a oscuras la selva que delineaba la costa, tropezando, cayendo, resbalando, pero indetenibles, porque el ruido de lo que venía tras ellos les servía de combustible.

Apenas pisó la playa, Salma divisó a El Dragón. Agitó los brazos para llamar la atención del tripulante y, mientras el hombre avanzaba hacia ellos, la chica vio a las mujeres aterrizar en la arena de rodillas. Doblegadas de sufrimiento lanzaban un quejido de dolor que se escuchaba como el lamento de un animal herido, aunque Salma por conocerlas traducía en él los nombres de los hijos. Había niños deambulando solos, atónitos de susto, con los ojos desorbitados, perdidos. Ancianos lloraban a los jóvenes que los habían salvado, y otros con el tufo a carne quemada morían en la arena, gritando un dolor infernal, rodeados por parientes que les sostenían la mano deseando por misericordia que la vida se les extinguiese de una vez por todas.

Salma sintió a Ali chapalear en el agua corriendo hacia el bote y se espabiló. Apoyado sobre la roda de popa de El Dragón, su único tripulante agitaba las manos y los urgía a subir, desesperado, ojeando la línea de las palmeras mientras anunciaba el precio de la salvación en monedas. El bote, que en sus mejores tiempos había paseado turistas encantados con la costa de Siria, ahora cruzaría la ruta central del mediterráneo hasta anclarlos en territorio europeo. Prometía hacerlo en tres días.

Salma dio todo lo que tenía por dos puestos, evitando mirar a las mujeres embarazadas o a los padres con niños que el tripulante rechazaba sin inmutarse si les faltaban algunas monedas. “Ustedes dos, suban”, les ordenó el hombre a los hermanos, pero cuando la chica afincó su pie para impulsarse por sobre el corredor del bote, sintió un pinchazo, lanzó un grito y cayó de rodillas en el agua. Ali se giró hacia ella con los labios blancos de susto. “¿Un tiro?, ¡¿un tiro?!”, le revisó el pecho en la oscuridad, frenético. “¡No!”, Salma le tomó las manos, “es mi pie… ¡me he cortado!”. Ali expiró aliviado. Él ayudaba a su hermana a levantarse cuando escucharon el ruido inconfundible de los jeeps cruzando el tumulto de selva que perfilaba la costa. La guerra se movía rápido.

Por un instante en la playa se hizo el silencio, y el dolor dio paso al miedo. Sintiéndose acorralados, los sobrevivientes se giraron hacia el agua en busca de salvación y lo único que vieron fue a El Dragón bamboleándose a la luz de la luna, con sus colores de carnaval, su tajamar desvencijado en forma de sirena sensual y su pico como aguja de brújula apuntando hacia una vaga esperanza. Un segundo después a todos los que estaban en aquella playa les había cambiado la mirada —Salma no lo vio, lo sintió— y más de una centena de personas se abalanzó al agua, pasmando de miedo al tripulante de El Dragón. Salma olvidó su pie herido, “¡Rápido! ¡A embarcar!”, y se subió al bote girándose enseguida para ayudar a su hermano, pero Ali había retrocedido unos metros y auxiliaba a una mujer que había caído de rodillas en el agua, hambrienta y agotada por haber hecho la carrera desde el pueblo con sus dos bebés encajados en la cadera. Salma extendió la mano hacia su hermano y lanzó un grito. Reparó en las dos criaturas famélicas que se aferraban al cuello de aquella mujer y no pudo determinar su sexo, porque en la oscuridad solo los notó enmugrecidos de humo, tierra y lágrimas. La chica volvió a llamar a su hermano, desgarrándose la garganta, avisándole que se acercaba la horda. La mujer, extinguida de huir, se sacó a los dos niños de las costillas, entregándoselos a Ali; “¡Corre!”, le suplicó, llorando. Ali vio a la multitud abalanzarse y corrió hacia el bote, descargando a los bebés sobre las piernas de Salma. Iba a devolverse por la mujer, pero su hermana lo sostuvo con fuerza. Mientras él luchaba por zafarse, ella gritaba: “¡No! ¡No hay tiempo, Ali! ¡No!” y, un segundo después, el chico desvió la mirada justo antes de que a la madre la pisara la multitud. Entonces, impactado, distendió el cuerpo que se le volvió suave como plastilina, y subió al bote halado por Salma.

Al ver como los dos niños estupefactos miraban el cuerpo de su madre flotando en el agua, Ali se puso de pie. Las manos sobre su boca. “¡Hubiese podido ayudarla!” le reclamó frenético a la chica. “¡Siéntate!”, le ordenó Salma con temor, pues de pie era presa fácil para que lo echaran al agua. “¡No me dejaste ayudarla!”, gritaba él, golpeándose con los puños la cabeza. “¡Que te sientes, Ali!”, repitió ella, pero al verlo resistirse Salma lo sentó de un tirón, lo miró a los ojos y le dio una bofetada: “¡Basta!”, chilló, desesperada. Pero la chica se arrepintió al instante. “Perdóname… ¡por favor, perdóname!”, Salma se lanzó al pecho de su hermano. Las lágrimas corrían por las mejillas de ambos. Él, con la mente súbitamente despejada por el maltrato inédito, sollozó, apretando contra su pecho a la chica y a las dos criaturas famélicas que le fueron dadas, porque la multitud ya había alcanzado a El Dragón y este crujía, se bamboleaba, temblaba y amenazaba con voltearse sobre sus míseros huesos de bote turista, con todo y la centena de personas que llevaba en las costillas.

Salma se erigió justo cuando los jeeps se asomaron entre las llamas con los insurgentes ilesos, corroborando el mito de que tenían pactos con el infierno. El tripulante salió disparado hacia la popa para encender el motor, mientras los rebeldes apuntaban y disparaban a cualquier cosa que se moviese en la tierra o en el agua. Los gritos se agudizaron y la tensión aumentó. A los que aún corrían hacia la embarcación los derribaban a tiros. Los que estaban de pie sobre ella se desplomaron, heridos. El bote se balanceaba como péndulo. Algunos ocupantes perdían el equilibrio y caían. Salma intentaba cubrir con su cuerpo a Ali cuando un hombre desesperado por subir la tomó por el cuello, la volteó en vilo y la haló para sacarla, gritando, con los ojos llenos de ira, sudado como un animal, oliendo a carne quemada y a ceguera y a infierno. De nuevo, la chica extendió la mano hacia su hermano: “¡No te…levantes!”, alcanzó a decir. Los rebeldes disparaban. El hombre la sacudía, ahorcándola. El tripulante recibió un balazo en un brazo: ella lo vio caer de bruces sobre la popa. Ali trató de atajarla abrazándola por las piernas, pero la chica se deslizó entre sus brazos. Salma forcejeó hasta que un anciano sentado a su lado tomó un remo, se levantó y lo partió en la cabeza del hombre, que soltó a la chica y se desplomó, aturdido, en el agua. Ali haló a su hermana, quien se aferró a su cuello temblando, y El Dragón finalmente arrancó, alejándose con exceso de equipaje y su ruido de motor ancestral en la oscuridad.

Aunque aún estaban sumergidos en una agobiante penumbra, Salma ya no veía la costa ni señales del fuego que la azotaba. Su pie dolía; creía tener incrustado un pedazo de vidrio. Los niños de humo temblaban de frío en los brazos de Ali, y él lamentaba no ser más que un témpano de hielo para ellos: hasta ese momento había apreciado ser flaco y escuálido por la ventaja en ligereza que le había permitido escapar de los castigos amables de sus padres, antes, y ahora de la guerra. Salma también titiritaba, tratando de ignorar el lamento ensordecedor que soltaban algunos de sus compañeros de travesía, mientras otros discutían, caían al mar, se sublevaban o se daban por vencidos incluso antes de enterarse de que el bote estaba cosido a tiros y el agua ya empezaba a inundar las tripas de El Dragón: Salma la sentía gélida en los pies.

“¿Me mientes?”, le preguntaba a Ali a cada momento. “No, te doy mi palabra”. Él intentaba convencerla de que no estaba herido, pero ella insistía. Olía la sangre. Desde los diez años Salma había espiado el trabajo de su madre, enfermera de Médicos Sin Fronteras en un consultorio de su ciudad natal, y podía reconocer ese olor a kilómetros. Miró a su alrededor y lo supo. “Es él”, le dijo a su hermano, recordando el momento en el que aquel anciano se había levantado para ayudarla; pero cuando Ali se desprendió de ella por primera vez con la intención de socorrerlo, el hombre lo detuvo con la mirada. “No se mueva, joven”, le ordenó, tratando de mantener firme la voz. Ali dudó por un momento…y luego se retractó, entendiendo: si alguien más se daba cuenta de que el anciano estaba herido lo echarían al agua para que muriese lo más lejos posible del bote.

Lo siguiente pasó muy rápido: una lancha se acercó a El Dragón, entre la algarabía de los naufragantes que pensaron que era un grupo de asistencia humanitaria: se corrían rumores de que ahuyentaban a los tiburones y revivían a los ahogados. Pero cuando el tripulante de El Dragón se echó al agua, nadando con dificultad por su brazo herido y abandonándolos, todos se dieron cuenta de que habían sido timados. “¡No nos dejen, por favor!”, suplicaron muchos, mientras a otros ni siquiera les salió la voz, mudos de miedo.

Uno de los naufragantes continuó la marcha sin rumbo fijo hasta que todos se dieron cuenta de que el bote se hundía. Los hombres se lanzaron al mar, y las mujeres y los niños permanecieron arriba. “¡No te alejes!”, le ordenaba Salma a su hermano, “por favor…por favor, no te alejes”, le suplicaba la chica, inclinada sobre el corredor del bote con una criatura de humo a cada lado, como centinelas; mientras ella le acariciaba la cabeza a Ali, ellos vigilaban sus movimientos en completo silencio, sin pestañear ni doblegarse por el hambre o el frío.

Salma temía. No lo decía, pero temía. Él era quien debía estar en el bote: siempre había sido mejor que ella. Había sido él quien se había opuesto a abandonar su ciudad cuando el edificio de Médicos Sin Fronteras, en el que ambos de sus padres hacían turnos, fue bombardeado en un ataque aéreo a pesar de que la construcción tenía el techo cubierto de banderas blancas, símbolos de civiles y de ayuda médica. Después de que los hijos de los muertos y los Cascos Blancos de Siria hallaron a los suyos debajo de los escombros, en medio del dolor, Salma supo que debían huir, cruzar el mar, llegar a Europa y volver a empezar. Por la guerra y porque, por conocer el más grande secreto de su hermano, Salma sabía que Ali jamás podría conocer la libertad en Siria. Además, ella quería ser médico, él abogado, pero su hermano insistió en quedarse a ayudar a reconstruir la instalación por la que sus padres habían muerto. Se opuso aún más a dejarlo todo cuando conoció a Nizar, un voluntario libanés de sonrisa fresca y ojos color kiwi que miraba a Ali como si con el muchacho hubiese descubierto la capacidad que tenían sus ojos de ver colores. Los dos chicos se amaron a escondidas y a ratos largos, asustando a Salma cada vez que Ali se ausentaba por muchas horas, porque el tiempo se les iba en expediciones corporales generosas y juramentos futuristas de amarse toda la vida. Se besaban hasta con los ojos, ese fue el problema, y gozaron de una felicidad idílica hasta que un grupo de homofóbicos los descubrió sonriéndose desde diferentes esquinas de un bar como solo pueden sonreírse los que se aman. Los acusaron de femeninos y los apalearon hasta dejarlos moribundos en medio de la calle. Nizar no sobrevivió. Salma se llevó en una camilla improvisada a Ali, herido de pies a cabeza y mutilado por la guerra y por amor, hacia aquel pueblo costeño donde aquella noche los había alcanzado de nuevo la guerra. Allí lo devolvió a la vida, gracias a los conocimientos que había adquirido en su niñez como chiva expiatoria del oficio de su madre, y a las oportunas apariciones en sueños de Nizar.

Cuando el anciano murió conservaron su cadáver arriba por miedo a los tiburones a pesar de que, al avanzar el día, la insolación, el hambre y la sed, cada vez que alguien lo miraba se veía a sí mismo inerte y siendo observado por los zamuros gigantes y negruzcos que revoloteaban la nave, esperando que la inclemencia de la travesía les sirviera la cena. “¿Ves algo?”, le preguntaba agotado Ali a Salma; “no, nada…”, le respondía ella queriendo mentirle. “Cambiemos de lugar”, le decía, pero él se resistía. “Hay tres niños huérfanos de madre en el bote; si tú te bajas alguno de sus padres subirá”, le respondía Ali. Y tenía razón. Ella quería imponerse, ser la de las órdenes como antes, pero de puro miedo ni siquiera podía alzarle la voz; solo podía hablarle de sus padres y de Nizar, intentando que al rememorarlos sus muertos le devolviesen a su hermano las fuerzas extintas de su cuerpo ágil. Pero la noche cayó y Ali se empezó a extinguir como una llama en la lluvia, consumido de nadar e hipnotizado por el mar de tanto flotar. Pesado como una bola de metal, a veces se hundía sin querer y, otras, se endurecía como una estaca a causa de los calambres, clavando sus uñas en las costillas del bote con un gesto de dolor que Salma sentía como las garras de un tigre en su propia carne. “Por favor, por favor, cambiemos”, lloraba Salma, pero él solo le besaba las manos. “Alguien nos encontrará”, le prometía Ali.

Las criaturas de humo descansaban a su lado cuando el chico le avisó a Salma que se estaba quedando dormido. La chica se estremeció, mientras a la luz de la luna un par de hombres agotados se hundían en el mar, rendidos. “Está bien; toma mi mano y duerme, yo te sostendré…”, le dijo, y él asintió, por fin asintió, descansando su cuerpo en ella. “Te quiero, hermana…”, murmuró ya con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios. “Y yo a ti”, le susurró ella, acariciándolo…

Horas después a El Dragón se lo tragó la noche, se escondió la luna y Salma también se agotó. El cansancio y el hambre la aletargaron y, aunque luchó con todas sus fuerzas, ella también se quedó dormida. Un instante…seguro que solo fue un instante… pero cuando despertó Ali no estaba.

Salma gritó. Lo llamó, lo llamó muchas veces y, cuando intentó echarse al mar, las criaturas de humo se le guindaron de las piernas. Ella los lanzó de un empujón hacia el otro lado del bote y se arrojó al agua. Nadó y nadó, lo buscó, lo llamó con desespero hasta perder la voz, pero Ali no contestó y el bote se alejaba mientras las criaturas la llamaban, sollozando, súbitamente histéricas. Lo lloró allí, en medio de la nada, pero cuando ya casi no escuchaba las voces de los niños —había descubierto que eran dos varones— nadó hacia el bote, subió, se dobló en posición fetal y los sostuvo contra su pecho deseando una muerte rápida. Salma lloró espasmódicamente sobre el pequeño lago dentro del bote hasta que, tres días después, El Dragón se le atravesó en el camino a un barco mercante griego y los naufragantes fueron rescatados lelos de hambre, sed e insolación.

Horas después, en tierra firme, durante su traslado a un campo de refugiados ubicado en un suburbio de Atenas, Salma miró por la ventana del bus, detenido frente a una tienda de televisores planos y lujosos, y vio reproducirse en diferentes tamaños el comercial de una cadena de supermercado griega, que incluía a unos jóvenes recién casados y a una pareja homosexual de mediana edad. Todos charlaban con tanta libertad que a Salma se le salieron un par de lágrimas y estas aterrizaron entre los cabellos de los niños de humo, dormidos sobre sus piernas. Aquella misma noche, durante el registro en el campo, cuando le preguntaron por el parentesco con las criaturas que le colgaban de la cadera, Salma dijo que eran sus hijos. “¿Sus nombres?”, preguntó la voluntaria,  “Ali y Nizar”, respondió ella.