Todas las Noches que le Faltan a Mi Vida

Autor: Duglas Moreno
Seudónimo: Genaro Pumás
Año: 2020 – Mención Honrosa

Se oye cuando se quiebran las hojas secas de los mijaos bajo su menudo pie. El sol las ha ido tostando como si fueran granos de café. Pasa rápido cerca del campanario y en una esquina de la plaza se detiene. Se queda pensativo. Recuerdo que cuando salía de la escuela, antes de regresar a casa, corría por los sobre muros de la iglesia y daba una vuelta por mi sitio predilecto: la Mansión de Alto de la señora Gio Dinavarro. Le decíamos así por lo inmenso que se apreciaba desde la lejanía de los cafetales. Además, era la única casa en todo El Viñal que con taba con una segunda planta. Desde la distancia, en la casa de los Dinavarro, despunta un jardín. Y cuelgan los helechos en lo alto. Muchas veces las hojas de rosario llegan hasta los cabellos de las mujeres y las flores de un triste miel, en el anillo central, dan para la fragancia de toda la cuadra. El jardinero poda siempre en el amanecer. A esa hora van los hombres a los maizales y los niños a la escuela. Ese lugar me hacía soñar. Trepaba la pared por un costado y al fondo estaba el automóvil más hermoso del pueblo. Era de un color aceituna profundo. Asientos negros. Espejos niquelados. En la puerta trasera, parte baja, resaltaban unas rejillas que yo suponía ventilaban cómodamente a los ocupantes. Cerraba los ojos y entonces me imaginaba en ese verde compacto regodeándome por el pueblo o yendo a la capital con mis amigos. Con el tiempo supe que era un Renault Dauphine 64. Crecí pensando en que algún día tendría uno así. La señora Gio quizás hoy salga al mercadito de compras o se llega hasta la capital, pues su ayudante ha encendido la camionetica blanca que tienen para este tipo de tareas. Ella no deja de ir al taller cada semana. Aquí vive sola, la mayoría del tiempo lo pasa en el jardín. Degusta religiosamente sus cuantas copas de vino durante el almuerzo y otras más, los domingos al retornar de misa. Los Dinavarro habían llegado a finales de 1960 a El Viñal, municipalidad agrícola de la provincia General Leonidas. El señor Santiago Dinavarro era dueño de un taller de mecánica especializada en Renault, en pleno centro capitalino de Leonidas. Cada mañana y por las tardes, la gente de El Viñal veía salir y venir aquel Dauphine y lo consideraban como una figura hermosamente exótica. No es muy difícil, en El Viñal, recocer a doña Gioconda Dinavarro me decía siempre Genaro Pumás. Es que su figura regordeta es única. La he visto, con su infaltable delantal gris y sus racimos de uva, como con versando con los mandolinos y las estelas amarillas y rosáceas del jardín de allá arriba. Otros dicen que le habla a la sombra de su desaparecido marido. Yo escuchaba a mi amigo Genaro y recapitulaba que en verdad sacarle unas palabras a doña Gio era más que una proeza. Siempre callada y metida en su caserón. Se sabía que un antiguo trabajador de don Santiago, de su entera confianza, le llevaba el trabajo y las cuentas del taller. La desaparición del señor Dinavarro siempre fue un misterio en El Viñal. Mi madre rememoraba que doña Gio solo decía que su esposo se fue a Europa y nunca más regresó. Me resultaba extraño el argumento del no retorno; pero como no era de mi incumbencia no pregunté más sobre el asunto. Además, notaba que mi madre cortaba rápido cualquier tema relacionado con los Dinavarro. Solía decirme que mucha gente medio adinerada cree que su poder es eterno. Hijo, la eternidad no es más que la muerte definitiva. Estás muy seria madre, argumentaba yo, y entonces, como buscando aminorar el tono filosófico de sus últimas frases, buscaba algún dulce y terminábamos con dos tazas de café, sonriendo bajo los triste mieles del patio. A los 18 años cumplidos abandoné El Viñal y trabajé en varias ciudades de la provincia. Ahorraba todo lo que podía. Pasé 7 años fuera, apenas en dos diciembres estuve con mi madre en las navidades. Quizás eran los momentos más felices de ella. Me inundaba de hallacas, panetones caseros, dulces de lechosa, pan de jamón, ca rato y lo que me hacía abrazarla con el alma: las catalinas almendradas. Las hice con el mejor trigo y con las panelas de papelón más deliciosas, respondía mi madre. Yo sabía que afirmaba esas cosas, tan solo para que me sintiera agradado y no me regresara a la ciudad. Era como un secuestro a base de dulces. Yo la calmaba y le recordaba: madre, sabes que tengo una meta. Y debo cumplirla. Ya sé, el bendito carro ese. Regresé definitivamente cuando creí que tenía lo suficiente para intentar comprar el automóvil de mis sueños. Mi madre rápidamente puso objeciones. Que le parecía muy viejo, que tenía mucho tiempo parado en ese garaje, que ahorrara más y pensara en uno nuevo. No me digas más, mañana mismo paso donde la señora Dinavarro y le planteo la compra. Me ubiqué a cierta distancia y cuando volvía del mercadito, la abordé. —Señora Gioconda, necesito hablar con Ud. Me miró casi con desprecio e indicó: —Pase a la sala y espéreme ahí, mientras ordeno la compra. Por un ventanal vi el auto y una escalera que ascendía hasta el jardín de arriba. Una puerta y un candado enorme fungían como impasibles custodios. Una voz a mis espaldas expuso: —Dígame y sea preciso que tengo algo en la cocina. Muy bonita su casa. Gracias. Soy el hijo de Dolores Cabral. Lo sé. Pero ¿a qué vino? Bueno, es que… Yo… Quiero comprar ese automóvil del garaje. Mientras se tomaba un trago de vino, soltó: —No está a la venta. Y Ud. sería el último a quien se lo vendería. Ese carro es un santuario de amor. Mire, mi esposo y yo éramos felices, hasta que arribamos a este pueblo. Aquí se enamoró loca mente de una mujer joven. Por eso se fue y no ha vuelto a regresar. Y si me permite, iré a la cocina. Con algunas palabras y preguntas que hacerle me dejó en medio de la sala. Tuve que dar la vuelta y salir. Una mañana que la señora Gio andaba hacia General Leonidas, con la ayuda de Genaro Pumás ingresé secretamente a la casa. Corrí hacia el Dauphine y me sor prendí con el decorado interno. Muchas notas escritas en papeles de colores diferentes colocadas sobre los asientos. Ordenadas cronológicamente desde 1966 hasta 1990. Eran 50 textos cortos. Por medio de un simple análisis, encontré que cada escrito, desde 1966 hasta 1990, tenían una sola data: 20 de septiembre. Coincidencialmente, la fecha de mi nacimiento. El enunciado anual de un texto se contraponía semánticamente al otro. Eran muy cortos, a veces de una sola palabra. El primer par declaraba: El fruto de mis sueños, vuela entre mis brazos ya. Y yo como un estero de viñales, aromas dulces para ti. El 20 de septiembre de 1970 escribieron: La noche, como grietas aquí, donde te pienso. En nuestros días iniciales, llegando los dos a los cultivares. Al año siguiente: ¿Vendrás? Nunca. Este otro es de 1974: Me arrebatan la vida estos vacíos amaneceres. Te acaricio en los cristales de agua que nacen en estos helechos. Cuando terminé de leerlos todos, repentinamente me sobrevino, como un látigo punzante, una terrible verdad: Esta letra es de mi madre y las primeras palabras de cada enunciado siempre son de ella. AI Santiago Cabral lo vemos salir de un garaje, desesperado y corre hacia su casa. Genaro Pumás le grita, pero ya no tiene conciencia para nada. Mi madre estaba esperándome en la puerta. —Ya debes saber la verdad, me expuso al verme llegar tan tris te. —¡Madre! Esas notas, tus palabras… —Sí, hijo. Yo le escribo a Santiago en cada uno de tus cumpleaños. Él es tu padre. Me encerré en mi cuarto. Mi madre insistió en hablar, pero no tenía ánimos de nada. Esa nueva realidad me había quemado por dentro. Al otro día, a media mañana, me despertaron los gritos de Genaro. Me llamaba desde la calle con cierta urgencia. Me arreglé y salí. A mi madre no la vi por ninguna parte. Vamos a la casa de doña Gio. ¿A qué? Está como loca. Llegamos y el patio era un desastre. Porrones desparramados por cada rincón. Varias botellas de vinos rotas. Los crisantemos y los helechos despedazados. El Dauphine no estaba. De la escalera que daba al jardín colgaba una cadena y un candado abierto. La señora Gioconda miraba desorbitada. Como buscando imágenes escapadas en las hojas que caían destrozadas al piso. Salimos de allí escuchando miles de maldiciones. Ahora estoy en mi casa. Mi madre aún no apa rece. Genaro trata de consolarme. En silencio pienso y creo que ese deseo de comprarme un Dauphine nunca realmente fue mi sueño, sino el de mi madre. Aunque la ausencia predomine en todas las noches que le faltan a mi vida, aquí los voy a esperar.