A mí no me entran balas

Autor: Carolina de Jesús Piña Velasco /
Seudónimo: Carol Keter
Año: 2018 – Mención Honrosa

Yo estaba en turno cuando lo trajeron. Lo ingresaron de inmediato, infarto. Dejé tirado a otro paciente porque el que había llegado recién estaba que se moría. Y cuando entré a verlo, casi me dio un infarto a mí. ¿Lo conoces?, me preguntó la enfermera. Que si lo conocía. No sabía ni siquiera su nombre. Usted no, fue lo único que pude pensar. Usted no se me muere.

Mi mamá me llevó al colegio todos los días hasta que cumplí 9. Ese año se cambió de trabajo. Dejó de trabajar de nana en una casa para irse a otra. Y la patrona nueva la quería allí a las 7:30 de la mañana. Son buenas lucas, dijo ella. Así es que me enseñó a andar solo en micro. No había furgón por donde vivíamos.

Al principio me dejaba encargado con el conductor. Él va al Salesiano, decía ella y explicaba cada mañana la misma historia de por qué no podía acompañarme, rogando que me cuidaran un poco, como si los conductores fueran arcángeles del tata dios. Nos vemos a la tarde, me decía y se iba, con la vehemencia de una mujer cuya única esperanza era encomendarse a la vida. Ella me pasaba a retirar del colegio. La mayoría de los conductores de esa línea la conocía, habiendo ella vivido toda su vida en esa casa.

Me subía en la esquina de la cuadra y me bajaba afuera del colegio. Era un pique de unos treinta minutos pero yo lo sentía eterno. Especialmente porque el conductor que con mayor frecuencia nos topábamos a esa hora no hablaba nada. Y yo tampoco. Ella me dejaba instalado en ese asiento guacho que está al lado de la pecera, donde se echan las monedas. Yo me acomodaba la mochila sobre las piernas y me afirmaba de donde podía porque a ese señor le gustaba la velocidad y al ir bajando los cerros culebreados de mi ciudad, yo me movía más que Michael Jackson.

Me lo topaba tupido y parejo. No todos los días, pero sí tupido y parejo. Con el paso del tiempo, empecé a agarrar más confianza. El viejo tenía los brazos llenos de tatuajes. Pero no de esos artísticos y bonitos, sino de esos desteñidos y gastados, de brazos viejos. Ponía pura música en cassette, nada de radio. Y apenas hablaba. Hola tío, decía yo. No soy tu tío. Súbete luego, decía él. Nada más.

A veces me quedaba dormido durante el trayecto y él hacía sonar la bocina para despertarme. Parece que alguien se quedó dormido, me decía. Ahora, si quieres llegar a Quillota, seguimos. Yo no sabía en aquella época que esa línea no llegaba hasta Quillota, pero me asustaba de lo lejos que parecía ser y me bajaba rapidito.

Se dedicaba a lo suyo sin ponerme atención. Como si yo hubiera sido caca de paloma en el parabrisas. Sin embargo, una mañana en que tuve que sentarme más atrás porque mi asiento iba ocupado por una mujer que hablaba sin cesar ignorando por completo que a ese señor no le gustaba nada que le hablaran, él me dejó ver que debajo de esos tatuajes guardaba gran nobleza. Se me abrió la mochila y al suelo cayó un montón de cachureos que llevaba yo, incluyendo la plata que me había pasado mi mamá para pagar las cuotas de curso. Un lolo de mala cara, de unos 20 años, trató de quitarme esa plata y el conductor se dio cuenta. Detuvo la micro mientras yo alegaba y caminó por el pasillo. Fue como ver un tanque de guerra acercándose. Lo pescó de la chaqueta y lo levantó. Deja al cabro tranquilo, le dijo. Bájate de mi micro, yo no llevo ladrones. Y lo bajó. Tal cual. Desde entonces siempre pillé mi asiento desocupado, así es que no tuve más problemas. 

Pasaron los años y mi mamá ya no me dejaba instaladito en el asiento, me iba yo solo. ¿Qué estay estudiando?, me preguntó un día. Yo estaba en séptimo. El sistema circulatorio, le dije. Él asintió y volvió a fijar los ojos en el camino. Me hice el hábito de calentar la materia en la micro cuando me tocaba prueba. Un día me cabreé y guardé el libro que iba mirando. No entendía nada. Física. Ondas. Primero medio. Estudia, dijo el viejo. Me da lata, no entiendo, respondí. Llegamos a un paradero y frenó en seco. Me pegué en el brazo derecho contra el tablero. Estudia, dijo robusteciendo el tono de su voz. Saqué el libro y retomé la lectura mientras él recibía la plata y daba los vueltos. Desde entonces se acostumbró a obligarme a estudiar. A veces me mareaba al leer pero no podía no obedecer. Era un viejo de esos que uno no quiere contradecir.

Otro día, sonaba la radio muy alta y una señora se quejó. Él le bajó el volumen y le pregunté quién cantaba. Black Sabbath, me dijo. Yo no sabía en ese entonces qué era Black Sabbath pero el viejo escuchaba eso, nada menos.

Empecé a irme solo de vuelta a casa por las tardes. Me lo topaba a veces. Me levantó las cejas el día que empecé a subir con una polola. Me las volvió a levantar cuando dejé de subir con ella.

Un viernes en la tarde, a eso de las 5, me lo topé de nuevo. ¿Dónde vamos tan empingorotados?, me preguntó. Es mi licenciatura, le dije. ¿Y tu mamá?, dijo en un tono adusto. Va a ver si le dan permiso en la pega, la patrona es complicada, respondí. En ese tiempo mi mamá atendía dos casas, una en la mañana y otra en la tarde. Esos zapatos no están lustrados, dijo mirándome los pies. Se me había olvidado eso.

En el colegio me conseguí papel confort y con eso los limpié lo mejor que pude. Habló el dire, habló mi profe jefe, habló la presidenta de curso. Mi mamá no llegaba. Empezaron a llamar a los premiados, había hartos. La profe de pronto llamó mi nombre. Me tocaba diploma. Mejor promedio de la promoción. Sí, no estoy chamullando. Salí adelante y recibí el recatado besito de la profe, le di la mano al dire y nos pusimos para la foto. Y, ¿me creerían si les dijera que por sobre los hombros del fotógrafo, vi que al fondo del salón estaba él? Apoyado en las puertas, con sus brazos tatuados y la camisa manchada, aplaudiendo. ¿Cómo lo hizo para dejar la micro botada con pasajeros incluidos? Les juro que no lo sé. Pero jamás olvidé la expresión en su rostro. Momentos después apareció mi mamá, derretida en disculpas por haber llegado tarde. Me abrazaba y me besuqueaba como que yo era el niño dios. Le habían dado permiso, después de todo. Busqué al viejo por el salón pero había desaparecido.

Lo volví a ver semanas más tarde. Gracias, fue lo único que le dije cuando subí. Nada más. No era necesario más. Él hizo una mueca que podría haber sido una sonrisa si hubiera durado más del medio segundo que duró. Dónde, me dijo. Al liceo, reconocimiento de sala. ¿Vas a dar la prueba?, me preguntó. , dije yo. Asintió y siguió mirando el camino.

Por primera vez busqué su micro cuando me gané la beca. Quedar en la carrera fue importante pero la beca era lo que en realidad me interesaba. Sin beca, no había carrera, incluso habiendo puntaje. Pasaron varias micros y no me lo topaba. Finalmente lo vi. Me subí, aunque no tenía que ir a ninguna parte. Quedé en medicina, le dije. Bajó el volumen de la radio y clavó sus ojos en los míos. Y, ¿cómo va a pagar eso tu mamá?, preguntó en un susurro, como si fuera un secreto. Me dieron una beca, respondí. Era que no, dijo él y sin agregar nada más, asintió sumido en su propio mundo y le subió el volumen a la radio mientras fijaba la vista en el camino. Nos mantuvimos en silencio largo rato. Luego se puso a reír en un semáforo y me puse a reír yo también.

No sabía si iba a pasar la noche. Me acerqué al mesón donde se dejan las fichas y me di cuenta de que no quería ver la suya. Nunca le pregunté el nombre. Cuando ya hubo confianza suficiente, se hizo raro preguntar. ¿Es conocido tuyo?, volvió a preguntarme la enfermera. Sí, dije yo. Es un amigo. Mi amigo, el extraño.

Al final miré su ficha. Tenía que hacerlo. Luis Antonio Pinto Rojas. No tenía sentido, ese nombre no se anclaba a ese rostro. Muy simple nombre para tanta persona. Despertó, dijo ella y volví rápidamente al box.

―Hola pos cabro ―me dijo con cara de sorpresa. Qué anciano se veía―. Oye, nadie atiende en este hospital.

―Hola, don Luis.

Arrugó el entrecejo.

―Nadie me dice así.

―Perdóneme, nunca le había preguntado su nombre.

―Yo tampoco.

Estiró la mano con bastante esfuerzo y se presentó.

―Toño Rojas.

― ¿No es Pinto su apellido?

―No, niño. El Rojas es mi apellido. El otro lo es nomás en el papel.

Estiré la mano, se la estreché y dije mi nombre con algo de timidez.

―Lo voy a derivar a cardiología, arriba. Este fue suave, tiene que cuidarse.

―Tú tranquilo. A mí no me entran balas ―dijo y nos pusimos a reír como un par de imbéciles.

***