Ruta Siete

Autor: Javier Francisco Anaximandro Almeida Gálvez
Seudónimo: Bruno Burguesi
Año: 2020 – Mención Honrosa

Se llamaba Marcelo Gazzi, el Tano. Lo conocí a la altura de Balmaceda, hará unos diez años atrás. Como única condición para llevarme me dijo que le cebara unos mates cada tanto y que compartiera la charla, cosa para la que no tuve problemas. Pronto me contó que venía conduciendo desde Río Gallegos, Argentina. Que hacía 43 años que estaba en el rubro de los camiones y que conocía Chile de norte a sur, especialmente Aysén, donde pasaba un tiempito con “la otra”, como decía él. Por cierto, no había razón para indagar mucho en su vida. Él solito largaba los detalles de sus numerosas andanzas, algunas más picantes que otras, pero todas contadas con la ligereza de quien está acostumbrado a compartir y seguir adelante.

―Sabés

―me dijo

― el año pasado, por esta misma ruta, llevé a un par de muchachos hasta el Calafa te. Era una pareja muy extraña. Andaban como vos, de mochileros. No sé qué les pasaría que de un momento a otro se quisieron bajar en mitad de la noche. Claro que no los dejé. Con el frío que hace. Después se quedaron dormidos hasta que llegamos ¿te crees que me dieron las gracias? Nada. Apenas se despidieron… Uno encuentra cada loco en la carretera. Por eso me gusta poner mis condiciones. Gazzi se refería a los mates y a la conversa.

― ¿Y por qué le dicen Tano? ―pregunté, ya en confianza. ―Ah, porque tengo antepasados italianos, allá en Génova. Vos sabés que por todo te ponen un nombre. Gente de mierda… Para amenizar el comentario, le ofrecí un mate.

―Gracias y vos, pibe, ¿de dónde sos?

―De Santiago. Voy de vuelta.

―De la capital, eh ¿y viajás solo?

―Venía con un grupo, pero nos separamos. Tuvimos un problema.

― ¿Ves lo que te digo? Siempre hay alguno que te la hace difícil… Y contame ¿estudias? ¿trabajás? ¿alguna noviecita? El hombre tenía un don, debo reconocerlo. Pese a su aspecto un poco rudo, era de sangre ligera e invitaba a la camaradería. Si no fuera por el volante que le apretaba un poco el vientre, podría muy bien decirse que estaba ante la mesa de un bar, departiendo con los amigos.

―Anduve con una chiquilla, pero me dejó ―le expliqué, quemándome con el agua mientras servía un mate. Gazzi lanzó una risotada. Luego señaló la guantera.

―Pásame los puchos, pibe ¿fumas?

―No.

― ¿En serio? ¡Sos un santo! Te podría presentar a mi hija, a Elena. ¡Tiene una suerte con los novios!… La otra vez casi mató a uno porque la engañó. Con la nena no se juega, le dije. Pobre chico. Yo creo que ése no vuelve más. Tras una larga exhalación, llenó la cabina de humo. Parecía estar recreándose con la imagen de ese último suceso. El viaje siguió entre chanzas y anécdotas, por lo menos hasta que empezó a oscurecer. Luego de eso, Gazzi se mostró pensativo, en silencio, lo que aproveché para repasar mis asuntos. En casa me esperaban mi madre y mi hermana, que ya sabían de mi regreso, o más bien de mi fracaso en aquella aventura que no prosperó por falta de dinero y de amigos.

― ¿Sabés qué es lo peor, pibe?

―dijo el hombre, rompiendo el silencio.

―No. Gazzi hizo una pausa, como buscando el tono adecuado.

―Que uno se acostumbra a la ruta, a la sole dad del camino. Y mientras eso pasa, todo va quedando atrás… Hasta la vida. Sus palabras me inquietaron.

―Disculpá, che. Me puse grave. No te asustes. Después de eso, regresó a su mutismo. Sin más que decir, asumí que Gazzi no tendría inconveniente en que cerrara los ojos para dormir un rato. El sonido del motor me fue arrullando de a poco. Pronto me vi envuelto en el vacío, en la atmósfera de un sueño extraño, incomprensible como suelen ser los sueños. No recuerdo bien con qué palabras desperté, o si hubo un golpe lejano, o el freno brusco del camión… Lo que sí re cuerdo es ver a Gazzi abrir la puerta de la cabina y bajar apurado. Me incorporé algo aturdido, alzando la cabeza por el parabrisas. Estaba oscuro, salvo por la luz del camión que alumbraba la ruta.

― ¿Qué pasó?

―lo interrogué tras subir nueva mente a la máquina. Se tomó la cabeza con las dos manos y encendió el motor.

―Nada. No pasó nada. Esperá acá que ya vengo. Volvió a bajar y después de perderle de vista unos segundos, le observé arrastrando un bulto hacia el costado del camino. Supuse que sería un animal, un guanaco o una oveja. Es común hallarlos en todas las carreteras de la Patagonia. Sin embargo, un objeto oscuro se des prendió de lo que parecía ser un pie. Gazzi lo recogió y lo lanzó hacia la noche. Luego miró en dirección a la cabina y caminó de prisa.

― ¿Qué pasó?

―insistí.

―Atropellé a un guanaco. No te preocupés, pibe. Son cosas que pasan. Dale, servime un mate ¿querés? Arrancó el camión y anduvo lento un buen tramo. Nadie a la distancia, ni un solo auto. La estepa, la llanura, la noche… Mi corazón estaba agitado y me temblaban las manos al cebar el mate. Él parecía enredado en un pensamiento. Lo vi en su rostro, a contraluz.

― ¿Y murió?

―pregunté, impulsado más por los nervios que por la prudencia.

― ¿El guanaco, decís?

―Sí, el guanaco.

―Se reventó entero. Contra el parachoques. Decí que no era muy grande y que este camión es una bestia, porque de otra forma no la contábamos. Gazzi, el Tano como lo llamaban, ya no era el su jeto cordial y animado que había conocido aquella mañana. Con los ojos puestos en la ruta, apenas sí movía los músculos de la cara. Sólo el compulsivo acto de mirar por el espejo retrovisor le devolvía la impresión de estar presente. No dudé en guardar silencio y hacerme el distraído. La figura de aquel bulto persistía en mi mente, y en especial la del zapato (o lo que fuere) desprendiéndose durante el arrastre. Habíamos atropellado a una persona ¡no cabía dudas! En esos parajes, cuando menos, un arriero.

―Tan pensativo, pibe ¿qué te pasa?

―preguntó de súbito.

―Nada.

― ¿Nada? Tuve la oportunidad de contestarle, más me con tuve por miedo.

―Estas cosas pasan… ¿Entendés? Con tantos guanacos sueltos… ¡Son unos animales de mierda, una plaga! No hay de qué preocuparse. Más animado, me pidió otro mate. No tardé en pasárselo, evitando en todo momento mirarlo a la cara. ―Cuando llegues a Santiago, contale a la gente de mí, de Marcelo, el Tano.

―Lo voy a hacer. No se preocupe.

― ¿Y qué les vas a decir? La pregunta me heló la sangre. Venía cargada de suspicacia.

―Que me llevó en su camión.

― ¡No! Contales lo del guanaco también. Deciles que se nos cruzó uno de esos bichos y que casi nos volcamos.

―Claro.

―A propósito, tengo que hacer algo. Detuvo el camión en la banquina. Se puso un cigarro en la boca, lo prendió y de debajo del asiento sacó un trapo amarillo y una linterna. Bajó de la cabina. Yo lo seguí detrás, con la garganta seca y apretada.

― ¡Mirá cómo me dejó el parachoques!

―dijo limpiando la sangre sobre el cromado

―Haceme un favor. Tomá la linterna y alumbrame ¿querés? Accedí, temblando. Gazzi ponía un cuidado único en inspeccionar el frente del camión. Incluso me pidió la linterna para ver debajo. Cuando ya no quedó rastro de sangre, subimos. Me miró desconfiado, receloso.

―En unas horas vamos a estar en La Junta. Voy a hacer una parada para dormir ¿seguís conmigo? Hay muchos camiones ahí, por si querés continuar.

―Voy a seguir

―respondí.

―Me parece bien… Quiero descansar. Encendió el motor y emprendimos la marcha. Uno que otro auto pasaba en sentido contrario. Detrás nuestro, nadie. En mi interior se debatía la idea de denunciarlo apenas llegáramos, o de enfrentarlo estando cerca de La Junta ¡Un zapato, eso es lo que era! Un zapato y un cuerpo, echados al costado del camino, en medio de la nada… Él lo sabía. Sabía de mi lucha interna porque trataba de entablar la conversación de manera forzada.

―Y decime… ¿Con quién vivís en Santiago?

―Con mi madre y mi hermana.

―Mirá vos. Sentí la necesidad de callarme, pero el haber lo hecho, el haberme reusado a seguir hablando, habría confirmado sus sospechas. Testigo de aquel accidente, de aquel crimen ¿qué posibilidades tendría de salir ileso? Era evidente que Gazzi quería mantenerse lejos de cualquier problema con la policía. Había limpiado esa sangre lo mismo que se quita el barro o una mancha de grasa. Con menos escrúpulos que eso, nada le costaba detener el camión y silenciarme. Continuó haciendo preguntas.

― ¿Y qué vas a hacer cuando estés en Santiago?

―Trabajar, creo.

―Yo a tu edad conducía un camión petrolero. Ga naba buena guita. Ahora, ando de acá para allá, transportando lo que sea. Tengo que alimentar a dos familias… Vos entendés. No puedo perder el laburo.

―Lo sé. Mi sequedad le irritaba. Podía percibirlo en su respiración, la que trataba de encubrir con un carraspeo.

―No sé de qué sería capaz si pierdo el trabajo

―dijo volteando hacia mí. Apreté los labios y miré por la ventanilla. Afuera todo era oscuridad. Ni una luz a la distancia, hacia donde correr en caso de…

―Voy a parar. Necesito revisar el motor. Detuvo el camión. De un costado, extrajo una llave de tuercas y una cuerda.

―Acompañame. Necesito luz. Dicho esto, me pasó la linterna. La recibí temblando. ¡Lo sabía! No confiaba en mí. Tampoco quería descubrirse abiertamente. Estaba claro, iba a callarme ¡a matarme! la llave… La cuerda… ¿Dónde sería? ¿Cuándo? Frente al camión… Seguro. Alumbré hacia su cuerpo en todo momento. Algo enceguecido, me pidió que enfocara sobre el capot.

―Voy a abrirlo. Quiero revisar el motor. Asentí en silencio, atento a cualquier movimiento que hiciera con las manos. Abierto el capot, comenzó a inspeccionar el interior. Pronunciaba continuos muy bien, muy bien, tan perturbadores como aquella inesperada confesión.

―El tipo andaba muy cerca de la berma. No lo vi.

― ¿Qué tipo?

― ¡No te hagás el boludo! Sé que me viste.

―No quise… ¿Y si volvemos a buscarlo?

― ¿A buscarlo? ¿Y después qué? ¿Me entrego a la policía?… Me espera mi mujer, mi hija… Además, tengo que entregar la carga antes del jueves. Si no, me descuentan el bono.

―Pero fue un accidente. Yo soy testigo.

―No puedo quedarme a dar explicaciones ¿entendés? Me van a quitar la licencia o me van echar del laburo. Mejor quedémonos con la idea de que fue un gua naco.

―No puedo.

―Sí podés, pibe. Gazzi se paró cerca de mí, jugando con la llave de tuerca. Miraba hacia abajo, evitando la luz que le pegaba en el rostro.

―Me vas a delatar…

―No.

―Sí. Me vas a delatar y voy a ir en cana. Entendí que no importaba cuánto jurara o le asegurara que mantendría silencio. Lo vi en sus ojos. Para él, yo ya estaba muerto. Una fugaz imagen cruzó mi cerebro. Es increíble cómo ocurren estas cosas. Debe ser porque no hay tiempo que perder y la mente se aferra a lo único que importa. Vi a mi madre y a mi hermana sentadas en la cocina, charlando y riendo. Esa sería la última vez, pensé. Gazzi, Marcelo Gazzi, el Tano, un hombre común, un desconocido en cierta forma, alguien cuyo trato ameno podía volverse sombrío, se abalanzó sobre mí, dispuesto a matarme. No sentí el golpe, sólo el resplandor del impacto en la frente. Caí. Creo que solté algo, una súplica. Después de eso, nada. Una noción, sí, abrigué hasta el último momento. Mi cuerpo era arrastrado por las piedras. Un segundo golpe aconteció entonces… Meses más tarde, desperté en la cama de un hospital. Mi madre y mi hermana lloraban a mi lado. Me habían encontrado medio muerto y abandonado al costado del camino, entre la hierba.

― ¿Cómo fue?

―pregunté con la voz subterránea de quien regresa de la muerte.

―Hallaron uno de tus zapatos en la berma

―dijo mi madre, rompiendo en llanto.