La sustituta

Autor: Esther Carmelina García Ramírez
Seudónimo: Güije
Año: 2019 – Mención Honrosa

      Desde temprano estoy en el muelle, debo tomar la lancha para atravesar la bahía y llegar a la escuela donde haré la sustitución de una maestra que está enferma. A mi alrededor otros esperan como yo. Miro nuevamente el reloj y vuelvo a devorar el mar con la idea de ver aparecer la lancha. Lejanamente se escucha el motor y minutos después asoma detrás de los cayos, transcurren más de veinte minutos hasta que llega al muelle, enseguida la abordamos y ésta emprende la marcha dejando una espumosa estela a su paso. Desde mi asiento dejo vagar la mirada sobre el oleaje azul verdoso, el olor del salitre me trae recuerdos de la niñez, las olas rompen en la proa y las gotas saladas nos salpican. Algunos protestan, yo cierro los ojos con placer, evocando las batallas que hacíamos en el mar.

      Al fin tocamos la otra orilla. Con paso rápido busco la calle de la escuela. Al llegar voy directamente a la dirección a presentarme. No he olvidado el gesto de decepción de la directora al verme: de baja estatura, delgada y apenas diecinueve años.

      Se me acerca portando una regla de madera que casi llega a la altura de mis hombros. Su voz autoritaria es capaz de amedrentar a cualquiera.

     – ¿Así es que eres la sustituta?

     Sonrío y asiento con la cabeza. La directora me indica un sillón que ocupo enseguida. Me entrega un libro, unos cuadernos de control y, por último, me extiende la regla con esta frase.

      – ¡Te hará falta!

      Vuelvo a sonreír y niego.

      -Gracias, pero no lo creo necesario.

      La directora me mira entre asombrada e incrédula, se encoge de hombros y se vuelve a la conserje que está cerca de la puerta pendiente de todo.

      – ¡Yusumí! Acompaña a la sustituta al aula de cuarto grado.

      Inmediatamente la conserje echa a andar delante de mí, contoneándose como si estuviera en una pasarela. La sigo por todo el pasillo, se detiene al llegar a una puerta, se vuelve y casi me susurra.

      – ¡Es el peor grado de la escuela! Ninguna maestra aguanta más de un mes, la última se fue al tercer día de clases -sonríe y agrega- ¡Tenía que haber traído la regla de la directora!

      Y sin decir más se aleja. Yo me quedo ante la puerta del aula escuchando tras ella la algarabía de los alumnos. Suspiro profundamente y hago girar el picaporte, entro y cierro dando un portazo. Al momento todos giran a mirarme. Ante mi tengo veinte alumnos con la inquieta energía de sus nueve años. Ellos me miran extrañados, seguramente no esperaban que fuera tan joven y tampoco que entrara al aula sin la regla de la directora. A mi mente llega el recuerdo del personaje de la maestra en la película “Subiendo por la escalera de bajar” y lo incorporo rápidamente. Camino hacia el buró muy lento, sin quitar los ojos de los alumnos. Uno de los que está en la última fila se pone de pie con la intención de hacerse el chistoso y le apunto con el índice al tiempo que digo con voz grave y cortante.

      – ¡Siéntate!

 El muchacho me mira con un gesto de asombro y se sienta en una actitud casi de derrota. Estudiando todos mis movimientos, hago un gesto para imponerme, apoyo mis manos sobre el buró y me inclino un poco adelante para decir.

      -A quien no le guste mi clase puede retirarse ahora mismo.

      De inmediato algunos se incorporan y yo continúo.

      -Pero para poder entrar nuevamente tienen que venir con uno de sus padres.

      Los muchachos se miran desconcertados y aprovecho para agregar.

      -Otra cosa, cuando yo hablo no quiero escuchar otra voz que no sea la mía. Y para hablar primero levantan la mano ¿Se entendió?

      Lentamente paseo la mirada sobre ellos y poco a poco asienten con la cabeza. A mediación del aula uno alza la voz.

      – ¡Maestra, nosotros…!

      No lo dejo continuar y lo señalo con el índice.

      – ¿No entendiste lo que expliqué?

      – ¡Es para hacer una pregunta!

      – ¡Como yo expliqué!

      El muchacho levanta la mano y le indico que hable.

      – ¿Hasta cuándo nos dará clases?

      Su pregunta provoca las risas que él espera. Y contra su pronóstico dejo escapar una risita burlona que lo deja en ridículo. Seguidamente respondo.

      -Estaré aquí hasta que su maestra se recupere.

      Un “Ohhhhh…” sigue a mi respuesta. Entonces acudo a un método infalible de mi abuela: El silencio y la mirada dura. Y el resultado no se hace esperar, poco a poco sus voces se acallan. En este preciso momento suena el timbre que indica receso y como impelidos por un resorte saltan de sus asientos, los más ágiles tratan de alcanzar la puerta, pero encuentran la barrera de mi cuerpo.

      – ¿A dónde creen que van?

      – ¡Al receso! – responden a una voz.

      Mi dedo índice se proyecta al mismo tiempo que mi voz.

      – ¡A sus puestos! Irán al receso, pero no como si fueran una estampida.

      Inmediatamente van a sus lugares y los hago salir sin permitir que se atropellen. Uno de los niños al pasar a mi lado se detiene, levanta la mano y me dice con apresuramiento.

      -Maestra. ¿Qué cosa es una estampida?

      Sonrío y le revuelvo los cabellos mientras le contesto.

      – ¡Es un grupo de animales corriendo como locos!!

      Otro niño se acerca al que me pregunta y le murmura.

      – ¿Qué te dijo?

      -Que una estampida son animales corriendo como locos.

      – ¡Ah! Eso yo lo vi en la película de El rey león.

      – ¿Qué sabes tú?

      Al mismo tiempo los dos se vuelven a mi y les sonrío asintiendo. Los veo alejarse en una franca discusión. Me percato como una de las niñas casi arrebata a otra un juego de yaquis y se aleja en la fila. Me doy cuenta que este grupo de niños no precisa de la regla de la directora y sí de mucho diálogo.

      La sirena de un barco hace que me acerque a la ventana, entonces diviso los cayos en la bahía. Sonrío al recuerdo de mi adolescencia cuando junto a mis amigos del barrio nos alistamos en aquella campaña para enseñar a leer y escribir a los pescadores que entonces vivían en esos cayos. ¡Una aventura inolvidable!

      Unos pasos apresurados hacen que me vuelva para descubrir a la más pequeña de las niñas que entra al aula y se acurruca en su silla. Con pasos lentos llego a ella.

      – ¿Por qué no estás en el receso con tus amigas?

      La niña niega con la cabeza.

      -Yo no tengo amigas.

      Inmediatamente me doy cuenta de la situación y le ofrezco mi mano.

      – ¿Quieres ser mi amiga?

     La niña esboza una breve sonrisa y asiente.

      – ¿Cómo te llamas?

      -Alicia.

      Le sonrío y le aprieto la mano.

      -Me llamo Martha.

      Me siento en la silla que está al lado de la suya y le pregunto.

      – ¿Cómo se llama la niña que se sienta en esta silla?

      -Coralia.

      – ¿Y por qué le entregaste a Coralia tu juego de Yaquis y tú no vas a jugar?

      -Ella y sus amigas no me dejan.

      – ¿Y te parece justo?

      La niña niega con la cabeza y de pronto rompe a llorar.

      -Maestra, no le cuente nada a mi mamá porque entonces ellas me pegarán.

      Paso una mano por sus cabellos.

      -No te preocupes, no será necesario porque esto lo resolveremos hoy mismo. ¡Ven conmigo!

      Tomo su mano y salgo con ella al pasillo. Así, de la mano llegamos a donde el grupo de niñas juegan a los yaquis. Al vernos cuchichean, yo sonrío y me siento junto a ellas dándole espacio a Alicia.

      -Cuando Alicia me dijo que sus amiguitas estaban jugando a los yaquis enseguida me embullé, a ver ¿Quién es la más aventajada?

      Coralia mira a Alicia tratando de intimidarla y hace un gesto para recoger los yaquis, pero yo la detengo con un ademán suave pero enérgico.

      – ¿No quieres seguir jugando, Coralia?

      La niña se sorprende al escucharme decir su nombre y yo aprovecho su sorpresa para continuar diciendo.

      -Bueno, si no quieres jugar retírate, pero ¿Me prestas el juego? ¡Es tuyo! ¿No?

      Las niñas se miran entre ellas sin saber qué decir. Yo sigo aprovechando la confusión.

      -Qué memoria la mía, olvidé que el juego es de Alicia, pero ¡Podemos jugar todas! ¿Verdad, Alicia?

      La niña asiente y yo coloco el juego de yaquis en sus manos.

      -Y comenzará ella, no porque sea la dueña, sino porque es la más pequeña -sonrío con picardía mirando a Coralia y agrego- porque Alicia me contó que eres muy aventajada y yo también lo soy, así es que Coralia y yo seremos las últimas. ¡Puedes comenzar Alicia!

      Las niñas miran a Coralia sin decir nada y ésta se mantiene en silencio. El grupo de varones se acercan sonriendo con asombro al verme jugar con las niñas. De regreso al aula todos van alrededor mío. A partir de este día, el receso para el cuarto grado se convierte en una diversión donde participa la maestra. Unas veces jugamos y otras hacemos cuentos, las demás maestras nos miran con escepticismo, la directora con asombro y admiración.

Un día Raúl, el niño que se interesó por saber qué era una estampida, propone hacer una excursión, enseguida apruebo la idea y les propongo el lugar.

      – ¡El Cayo de los muertos!

      Me miran asombrados.

      – ¡No me digan que el nombre les da miedo!

      Raúl se apresura a explicar.

      -Maestra, es que…dicen que ahí sale un muerto.

      – ¡Eso no es verdad! -dice Alicia- Mi hermano y yo hemos ido allí con mi papá muchas veces a recoger cangrejos cuando la marea está baja y nunca hemos visto nada.

      Yo agrego con entusiasmo.

      -Mis amigos y yo también aprovechábamos para ir con la marea baja.

     Uno de los niños interroga con aire de misterio.

     – ¿Y por qué no van con la marea alta?

      Alicia y yo respondemos al mismo tiempo.

      -¡Porque que hay que cruzar nadando!

      Se alza una protesta que genera varias opiniones hasta que al final se ponen de acuerdo.

      -Entonces…la excursión es a El cayo de los muertos.

     Todos estallan en una explosión de alegría. En medio del entusiasmo no vemos la silueta de la directora que se escurre al aula y nos mira con un gesto de incredulidad.

      Por fin llega el día de la excursión. Algunos padres no autorizan a sus hijos por lo que el número de excursionistas se reduce a 13. Nos reunimos temprano en la escuela y antes de que nos castigue el sol ya vamos camino a la zona de los cayos. El trayecto se nos hace divertido entre bromas, cuentos y canciones. Así llegamos a la zona en que las cuatro horas de la marea baja permite cruzar hasta el llamado Cayo de los muertos. Fotos y videos van dejando constancia de todo lo que sucede y hasta un cuaderno de notas lleva los pormenores. La mayoría nos quitamos los zapatos para hacer el recorrido hasta el cayo y disfrutar la humedad de la arena en nuestros pies. Ya todos estamos en el lugar y comenzamos a recorrerlo para que nada se escape a nuestra visita. Cuando casi estamos de regreso en el punto de donde partimos, unos gemidos de dolor nos detienen. Enseguida descubrimos que vienen de una pequeña cueva, sin dudarlo nos acercamos para saber de que se trata. Los gemidos son de un cachorro de perro. La cueva no es profunda, pero al parecer él está lastimado y no puede salir. En un momento se arma un equipo de salvamento, uno de los niños se amarra una soga a la cintura y ayudado por los demás, logra llegar hasta el animalito y traerlo a la superficie. Inmediatamente las niñas le prestan atención, y el cachorrito va a de brazos en brazos. Seguimos el trayecto buscando el arenoso camino que une el cayo con la costa, pero no existe, la marea ha subido y ahora el agua ocupa su espacio. Cuando los niños se dan cuenta corren a mí asustados y me dicen.

      – Maestra, la marea subió ¡Nos quedamos atrapados!

      – ¿Y cómo regresamos?

      – ¡Ahora sí saldrá el muerto!

      – ¡No se desesperen!

      Las niñas estallan en gritos y Alicia pone fin a la desesperación.

      – ¡Sió… ¡ ¿Escuchan ese motor?

      Todos quedamos expectantes y ella agrega sonriendo.

      – ¡Es el bote de mi papá!

      Coralia se acerca a la niña.

      – ¿Por qué estás tan segura?

      Alicia sonríe y señala al mar.

      – Porque conozco el ruido del motor y…¡Allí está!

      Todos miramos a donde ella señala y efectivamente un bote de vela y motor se acerca al cayo. Al tocar tierra Alicia salta a él con agilidad y enseguida ayuda a los demás niños a subir. El bote es bastante grande y puede llevarnos a todos, además la travesía es corta. Cuando ya hemos avanzado un trecho, muy cerca de la popa asoma una enorme aleta gris y se pega al barco. Los niños gritan descontrolados. El pescador trata de calmarlos.

      – ¡No, nooooo!

      Alicia aconseja.

      – ¡Los gritos lo espantarán…!

      Pero los niños están aterrados y tres se ponen de pie. En ese momento el viento golpea la vela y ésta cambia de posición empujando a los tres niños fuera del bote, sin pensarlo mucho Alicia se lanza tras ellos al agua. En una maniobra rápida el pescador detiene la marcha del bote y también se tira al mar. Los niños en el bote gritan aterrados mientras que en el agua el padre de Alicia ya llega junto a dos de los niños que chapotean para no hundirse.

      Alicia nada hacia el otro niño que está más distante, en ese momento vuelve a aparecer la aleta, ahora muy cerca de ella, la niña con una mano sostiene al niño y con la otra mano se aferra a la aleta. El pez nada hacia el bote arrastrándolos con él. El padre de Alicia logra subir a los dos niños que ha rescatado y viene a auxiliar a su hija. Cuando ya todos están en el bote vemos alejarse la aleta, entonces Alicia explica mostrando una sonrisa de satisfacción.

      – ¡Es un delfín… por eso nos ayudó!

      Quedamos en silencio hasta que el bote toca tierra. Alicia se aleja junto a su padre, los niños la despiden con la mano, de pronto, en un arranque espontáneo, corren hacia ella a abrazándola, nadie dice nada, pero en cada uno asoma el asombro y la admiración. Yo vuelvo el rostro, al parecer una basurita ha caído en mis ojos.

      Horas después estoy esperando la lancha para regresar a casa y una algarabía conocida me sorprende. A unos pasos del muelle están mis alumnos que por primera vez han venido a despedirme. La lancha se aleja, en la distancia aún veo sus manos agitarse en el aire, respondo con una mano mientras con la otra acaricio al cachorro que reposa en mi regazo.