Autor: Manuel González Cristi
Seudónimo: Pietro Durán
Año: 2018 – Mención Honrosa
Desperté con el furioso traqueteo del tren. Volví mi mirada hacia la ventanilla y esta se limitó a devolverme mi propia imagen. Ya los primeros rayos solares inundaban el vagón de tercera. El tren avanzaba impetuosamente. Al acercarme a la ventanilla, observé que el Tren Longitudinal Norte ya atravesaba el desierto seco y hostil. Atrás había quedado el verde paisaje del centro y del Norte Chico, señal de que debía preparar mi paciencia para las detenciones, que el tren, hacía con mayor frecuencia en estaciones de poca monta, en donde permanecía unos largos minutos para abastecerse de agua, antes de volver a embestir la pampa desnuda.
Me arrellané en el duro asiento de madera y no tuve manera de paralizar los pensamientos torturadores que empezaron a surgir para hacerme ingrato aquel viaje en tren. Volvía a rememorar la noche en que me subí al ring del Teatro Caupolicán. Llegaba al campeonato nacional como la figura promisoria del boxeo iquiqueño de los semi pesados. Mi primer contendor era un veterano representante de Parral. –Presa fácil– me dijeron todos- Tiene una mandíbula frágil- señaló mi entrenador- Ha sido noqueado en todas sus presentaciones anteriores- me murmuró el presidente de la delegación- Y, además, es viejo– agregó. Y yo así lo creí. Pero nadie me advirtió que tenía una izquierda letal, que me mandó a la lona en el primer asalto. Ni siquiera me di cuenta que estaba de espaldas sobre el entarimado, tampoco escuché el conteo del árbitro. Fui llevado como un muñeco de trapo a mi rincón y apenas sentí correr el agua fría sobre mi cabeza. Cuando un médico me examinó, recién pude recobrar lentamente mi consciencia extraviada.
Al llegar al camarín no tuve el valor de mirar a los ojos a mis compañeros. Todos los boxeadores de la selección iquiqueña que me antecedieron esa noche y en veladas anteriores, habían ganado sus respectivos combates. Era yo la oveja negra de la delegación. Tenía una vergüenza que no podía ocultar. Quería morirme o que me tragara la tierra. Las palabras de consuelo que algunos me entregaron, me hacían más daño. Lo único que quería era esfumarme.
Aquella noche amarga, ni siquiera bajé a cenar en el hotel en dónde alojábamos. Esa noche casi no dormí, y las veces que lo hice, fui asaltado por una pandilla de pesadillas. En medio de esa larga noche, decidí regresar a Iquique por mi cuenta. Y así lo hice, sin despedirme de nadie, ni siquiera le comuniqué mi decisión al presidente de la delegación. Sabía que sería sancionado por ello, pero no me importaba. La vergüenza me carcomía y me sentía todo un perdedor. Solo a mi padre le envié un escueto telegrama comunicándole que me regresaba en tren a Iquique.
Y ahí estaba en ese tren, compungido, dolorido, de mal humor. Mi desazón fue interrumpida cuando un camarero ingresó al vagón ofreciendo desayuno. Compre uno y observando el monótono paisaje que se presentaba a través de la ventanilla, junto con desayunar, logré evadirme de los problemas que me acongojaban. Y no solo era mi vergonzosa derrota en el campeonato nacional. Había otra situación que me laceraba el alma: el descubrimiento de la infidelidad de mi esposa Gloria. El día anterior al viaje a la capital, la sorprendí con mi cuñado Servando. Al recordar ese episodio, sentía que los latidos de mi corazón eran mucho más fuertes que el sonido del traqueteo del tren.
Y en ese trayecto, recordé a la Gloria que me robó el corazón…con sus ojos dulces y luminosos, hermosa, siempre silenciosa, con una gran necesidad de estar a mi lado y de librarse de su propia familia. Antes de casarme, mi padre me lo había advertido: -Esa muchacha no te conviene, hijo. Es una mosquita muerta. Además, todavía estás muy joven- Ahora le daba la razón a mi viejo, pero ya era demasiado tarde.
Y recordé esa hora infame, el día anterior de mi viaje a Santiago, cuando mi jefe me autorizó retirarme antes de la hora de salida. Al llegar temprano a casa me encontré con esa ingrata escena que al recordarla me torturaba en solo pensar en ella. Y todavía se me cruzaba, una y otra vez, el rostro de Servando, lívido, pálido como un cadáver, cuando lo sorprendí con Gloria, muy abrazados y besándose con ardor. Se encontraban tan concentrados en sus besuqueos, ebrios de sí mismos, que ni siquiera oyeron el sonido de la cerradura cuando abrí la puerta. Gloria me miró con un rostro nervioso, desencajado, soltando una letanía de disculpas y súplicas. Enceguecido empecé a gritar un torrente de improperios, los amenacé de tal manera, que ambos retrocedieron asustados, esperando la violencia de mis puños, pero que se negaron a salir. Me costó controlar mi ira. Finalmente, no los golpeé, solo palidecí, porque pensé al instante en mi hermana Iris, la esposa de Servando. Un escándalo familiar lo consideré inoportuno en esos momentos. Dando un portazo, entré al dormitorio, tomé mi maleta que ya la tenía preparada, y me fui a casa de mi padre, con una sombra en mi corazón.
Con voz forzada y poco convincente, logré hilvanar una excusa para que mi padre me diera alojamiento por esa noche. Creo que él entendió que estaba en problemas, porque sus ojos me miraron silenciosos, con ternura. Me di cuenta cómo me faltaba mi madre, para cobijarme en su regazo y dar a luz mi dolor, pero ella ya no estaba en este mundo.
Pero, ahora, allí estaba en ese tren, de regreso. Sin saber qué me dolía más, si la deslealtad de mi esposa o la vergonzosa derrota en el ring. Cansado de mirar el monótono paisaje a través de la ventanilla, eché un vistazo alrededor del vagón. Y mis ojos se encontraron con un señor, sentado al frente, a un costado, que leía la revista “Estadio”. En la portada aparecía un boxeador, cuyo nombre desconocía, en posición de guardia. Un leve nerviosismo me invadió. Pensé que la revista podía traer algún artículo acerca de mi derrota. Con más detención, concluí que ello era casi imposible, pero igual sentí la necesidad de leerla. Mientras esperaba sentado, rígido e impaciente, a que el señor terminara su lectura, sentí una punzada de miedo acerca del futuro de mi matrimonio y de mi carrera como boxeador. Estaba en un dilema difícil de dilucidar.
Después de algunos minutos, mi compañero de viaje, con mucha amabilidad me facilitó la revista. La hojeé rápidamente y no vi artículo alguno acerca de mi derrota. Me sentí aliviado y me detuve en un interesante artículo de boxeo: la pelea más larga de la historia.
Esta ocurrió en el año 1893, en Nueva Orleans. Dos tipos, Jack Burke y Andy Bowen, ambos en el peso ligero, combatieron durante siete horas y diecinueve minutos, en 111 asaltos. ¿Y yo que apenas duré un par de minutos?- me recriminé. Un tropel de imágenes de ese miserable asalto de mi derrota, regresaron a mi mente durante algunos segundos. La nota mencionaba que no hubo un ganador, el árbitro suspendió el combate, ya que el cansancio y los golpes hacían imposible que ambos continuaron boxeando. Uno de ellos, Bowen, terminó muriendo por culpa del boxeo, en diciembre de 1894, fue noqueado y el golpe que se dio en la cabeza al caer acabó con su vida. Y entonces me detuve a pensar: ¿Bueno?-reflexioné a modo de consuelo- Por lo menos, yo salí vivo de ese nocaut.
Y durante un buen trayecto de aquel viaje se cruzaron pensamientos en la posibilidad de dejar el boxeo, aunque era mi pasión desde pequeño. Por otro lado, me di cuenta que amaba profundamente a Gloria, y que a lo mejor, yo tenía gran parte de la culpa de su infidelidad, porque después del trabajo, me iba directo al gimnasio a entrenar. Ahora reconocía que no le prestaba la debida atención como buen esposo. Ella deseaba un hijo y yo me negaba a ello. Recién tomé conciencia que mi matrimonio transitaba por una zona desértica, donde el verdor del romanticismo se había secado con la cizaña de la monotonía y los cuerpos distantes. Y pensé que quizás, esa relación de mi esposa con Servando era solo un incipiente devaneo, un tropiezo en nuestro matrimonio, producto de un marido ausente y descariñado. Resolví, entonces, escuchar las explicaciones de Gloria. Perdonarnos mutuamente y comprometernos a salvar nuestro matrimonio. Yo estaba dispuesto fehacientemente a renunciar al box.
Al mediodía, el tren con la algarabía de su ronco silbato, bajaba el cerro hacia la estación de Iquique. Miré hacia el mar y me encontré con unas pocas nubes apelotonadas, como si estuvieran extraviadas en un cielo cuya limpidez brillaba. Miré con abulia a mí alrededor y observé con envidia esa alegría enigmática en el rostro de la gente al llegar al deseado destino. Yo trataba de levantar mi orgullo que yacía en el suelo. Me encogí de hombros, mientras escuchaba el ruido del ajetreo de los viajeros que se preparaban para desembarcar en la estación.
Ya con mi equipaje en el andén, entremedio de la gente y del ensordecedor bullicio, vi aparecer a mi padre que me estaba esperando. Él me miró con cautela, y con un risa descolorida se me acercó. Me abrazó con fuerza. Arrastrando mi maleta y mi vergüenza, le dije: – ¡Papi, perdí! Me noquearon– Él me acarició el rostro con sus rudas manos y me respondió con una expresión dulce y tranquila: – Lo sé, hijo. Escuché la pelea por la radio…Pero, recuerda que el verdadero campeón es el que se levanta cuando cae, una y otra vez- Y haciendo un alto en su comentario, dejando quieto sus ojos, agregó con una mirada calma:- Hay cosas peores en la vida, hijo- Le palmoteé suavemente la espalda y le respondí: –Lo sé, padre, porque aún me duele mucho la muerte de mi madre- Y traté de contener la triste emoción de ese recuerdo que me mordía el alma. Mi padre me tomó de un brazo y me detuvo a la espera que los viajeros recién llegados siguieran saliendo del andén. A los minutos, ya sin personas alrededor, mi viejo dejó quieta su mirada y me observó con unos ojos que transparentaban tensión y temor, e inmediatamente, sentí que una punzada de miedo atravesaba mi corazón. – ¡Hijo! – me dijo, ya muy serio y nervioso- Gloria y Servando se fueron juntos de Iquique… ¡Ella te abandonó! – Y mientras la expresión de mi padre permanecía inmutable, esperando mi reacción. Yo, sofocando un llanto sin lágrimas, con la cabeza gacha y con el alma en vilo,…solo atiné a pensar que un golpe al corazón duele más que un golpe de nocaut.