Autor: Ramón Luis Vergara Leiva
Seudónimo: Ravelei
Año: 2016 – Mención Honrosa
Mi vida de jubilado bancario se había tornado rutinaria y abúlica. Viudo desde hacía varios años y con un hijo que vive en el extranjero, con el cual logro mantener una correspondencia cada vez más distante y los nietos que tanto anhelaba regalonear, sólo los he llegado a conocer por fotos y con algunas conversaciones telefónicas o computacionales frías y sin el sabor del cariño familiar; obviamente soy abuelo, en teoría, pero que había anhelado acunar en mis brazos a los hijos de mi hijo, junto a mi difunta esposa y compañera de tantos años que Dios llamó a su lado.
Ahora, con siete décadas en mi haber, me sentía solo. ¿De los compañeros de trabajo? Ni uno solo y alguno que otro conocido sin mayor importancia ¿Y de familia? Nada, quizás temerosos de que cualquier día me pueda convertir en un estorbo para ellos.
La casa que con tanto esfuerzo habíamos adquirido la vendí y ahora arriendo una pieza en una pensión ubicada al sur de la ciudad, relativamente cerca del tren subterráneo en el cual me movilizo diariamente para asistir a una caja de compensación que ofrece cursos de esparcimiento a jubilados.
Me había inscrito en “baile entretenido”, pero que de entretenido, poco tenía. Un instructor joven, con amplios conocimientos en ritmos tropicales y folklóricos, nos sometía durante dos horas a extenuantes ritmos matizados de saltos y contorsiones e intrincadas coreografías, exigiendo a viva voz seguir su rutina, sin considerar que, como adultos mayores, debíamos de realizar apopléticos esfuerzos con un severo riesgo de adquirir gratuitamente una lesión, un infarto o, en el mejor de los casos, medir el suelo con nuestro cuerpo, ante lo cual, solícito, se acercaba para ayudar a pararnos con la típica pregunta:
— ¿Se cayó? ¡Lo que pasa es que está fuera de estado físico!
Y la clase continuaba donde se podía observar cómo los participantes tratábamos de seguir con descompasados movimientos, haciendo acopio de nuestras condiciones pretéritas de bailarines.
Luego, un almuerzo en el casino, una trivial conversación con los compañeros de curso y otro día que se iba. Luego el viaje de regreso a mi habitación, donde no faltaba la persona que, en el atiborrado tren, en forma muy cortés, me decía:
— ¡Señor…siéntese!
¿Por qué me molestaba? ¿Acaso mi figura era ya la de un anciano? ¡Pero si yo me sentía muy bien y aún me aferraba a mi juventud! ¿O era acaso mi apariencia física lo que motivaba a esas personas a cederme su asiento?
Me paré frente a una vitrina y me observé: cabello cano engominado, una barba regularmente larga, terno gris, camisa blanca con corbata y pañuelo a la solapa. Quería parecer o dar la apariencia de un intelectual… — “¡Raimundo! ¡Estas fuera de época! ¡Te quedaste en el siglo veinte, hombre! ¡Tienes que cambiar!”. — me dije. ¡Tengo que cambiar y volver a ser el seductor y conquistador de mis años mozos!
Con los conocidos esfuerzos y empujones me bajé del subte con una idea fija dando vueltas en mi cabeza: ¡Cambio radical a mi persona!
Fue mi barba la primera víctima de mi decisión, rasurándola por completo y ¡milagro! Me pareció que me quitaba diez años de encima. Luego, encaminé mis pasos a una peluquería. ¡Emparejé y ordené atrás, bajé bien el volumen de los lados y corté un poco arriba! Obvio, ya que el fantasma de la calvicie comenzaba a presentarse.
“— ¡Excelente y moderno corte!—me dijo el estilista, notando claramente en él un trato adulatorio. — ¡Parece un actor de cine!”
Sonreí para mis adentros y, algo incómodo, me retiré al notar algunas miradas burlonas de los demás empleados que tal vez pensaban: “— ¡Cáchate el viejo, se cree lolo!”
Entré a una tienda de ropa juvenil donde compré uno jeans a la moda, un tanto apretados y una camisa acorde a ellos, buscando una similitud en el color.
“— ¡Son para mi nieto! —, mentí a la vendedora, muy morena, de origen extranjero y de una amabilidad digna de elogiarse—“, y con aquellas prendas que ayudarían a cambiar mi imagen me fui rápidamente a mi pieza, no sin antes también comprar un spray para teñir mi cabello.
El cambio era notorio. Era un renacer pletórico de esperanzas, una cabalgata hacia la juventud pasada y, sobre todo, la posibilidad a un romance que tanta falta me hacía. El spray sobre mi pelo surtió el efecto deseado de inmediato y mis canas tomaron un tinte castaño oscuro, aunque tuve el cuidado de dejar intactas mis sienes:
“— ¡Sienes plateadas, como aquellos seductores actores de los años cuarenta! — pensé.
Las cremas faciales embadurnaron mi rostro con la esperanza de que atenuaran mi incipiente papada o marcadas ojeras y aquellas arrugas tan características de los ojos vulgarmente llamadas “patas de gallo” sin éxito, pero unos buenos lentes para el sol ocultarían esos detalles.
¡Renacer! Vientos de primavera sacudían mi persona y el alba se notaba más perfumada y hasta el arrebol de la tarde sangrante y azul me entonaba una sinfonía de optimismo. Era dueño de las estrellas, de la luna, del cielo y hasta las olas del mar, con su monótono vaivén, se rendían a mis pies. ¡Renacer!
Ataviado de acuerdo a lo previsto y luciendo mi nuevo look, caminé hacia la estación del Metro, no sin antes toparme con la dueña de la pensión que, abriendo tamaños ojos me dijo: “— ¡Don Raimundo, pero ¡qué distinto se ve, si está como pa’ partirlo con la ‘uña!”
Bajé con una inusitada rapidez las escaleras… ¿Para qué usar la mecánica si ahora la agilidad me sobraba? Sin embargo, un menisco de mi pierna derecha, lesionada en mis clases de baile, me llamó a la cordura y me puso en alerta de que no podía abusar. Si bien había renacido tenía que tomar mis precauciones físicas.
Disimulando el trance anterior y tratando a toda costa de no cojear, me subí al tren en medio de impresionantes empujones, forcejeos y airados reclamos de los pasajeros. Nada me importaba pues estaba mezclado con gente de todo tipo y, al parecer, me confundía con los alegres estudiantes que reían al relatar sus aventuras.
Al comienzo del carro, un rapero improvisaba sus versos a viva voz y otra gran mayoría clavaba su vista en sus celulares mandando mensajes o simplemente desarrollando algún juego implementado en esos aparatos.
Me acomodé como pude hasta el comienzo de los asientos laterales que este carro poseía, recorriendo con mi vista todos los rincones, hasta que de pronto… ¡Me di cuenta de que una dama extremadamente atractiva me miraba! Calculé que tendría a lo más unos cuarenta años exquisitamente conservados.
Nuestras miradas chocaron una y otra vez cual esgrima visual y de pronto el milagro: su bello rostro se iluminó con una sonrisa, al mismo tiempo que, con una venia, me indicó que me acercara. El “renacer” de mi persona estaba dando los frutos deseados. Todo hacía parecer que se trataba de una conquista para lo cual tenía que vencer mi timidez y mostrarme como un avezado seductor.
Le preguntaría su nombre, iríamos a cenar, le diría lo bella que es y, tomados de la mano, caminaríamos por un sendero tapizado de pétalos y nos confundiríamos con el vuelo de las aves. Pintaría su cuerpo con los colores del arco iris y fundiríamos nuestros deseos en un abrazo eterno. Le daría las estrellas, la música y los más bellos poemas y cual alquimista, le prepararía los más exóticos perfumes.
Me acerqué rápidamente a su lado y fue ese el momento en que la cruda realidad me golpeó en forma despiadada cuando me dijo:
“— ¡Tome asiento! ¡Yo me bajo en la próxima estación y me molesta mucho que personas mayores como usted tengan que viajar de pie!”
Apenas logré balbucir una palabra de agradecimiento y, como un autómata, me senté entre dos opulentas señoras que, inquietas, revolvieron sus humanidades, al parecer, algo molestas por mi atolondrada sentada.
Mi bella dama avanzó hasta la puerta y se bajó, confundida entre los pasajeros que ponían fin a su viaje. La seguí con la mirada, con la incauta ilusión de que volviese la vista hacia mí, pero ¡vana ilusión!, desapareció raudamente mientras una oleada de calor subía a mi cara y un ronco timbre indicaba que el tren se ponía en movimiento.
Tal cual hubiera recibido un certero golpe al mentón, quedé sumido en mis pensamientos que alocadamente giraban en mi cabeza. Sólo vine a reaccionar al darme cuenta de que me había pasado en dos estaciones, por lo que tuve que cambiar de andén para enmendar mi rumbo.
No fui al “baile entretenido” ese día, me fui directo a mi habitación, despojándome de toda la vestimenta que me había hecho soñar y lavé mi cabello hasta que mis canas, cual azahares de novia, volvieron a aparecer.
Recostado en mi lecho prendí la radio, sintonizando una de las escasas emisoras que trasmiten música de los grandes maestros y, embriagado con aquellos hermosos acordes, me di cuenta de que aquella música, que fue creada hace tantos años, es eterna y no envejece, por el contrario, renace cada día con mayor ímpetu, mientras que a los humanos los años nos caen paulatinamente, como caen las flores de los cerezos.
A mi bella dama del Metro, nunca más la vi.
FIN