Mitfahrgelegenheit

Autor: Roberto Fabrizzio Musa Giuliano
Seudónimo: Rafael Muzard
Año: 2012 – Segundo Lugar

  • ¿Cómo?
  • Mitfahrgelegenheit – repitió Gastón. Se pronuncia mit – far – gueleguen – jait. En sentido literal, significaría algo así como “oportunidad de viajar juntos.”
  • ¿Y funciona?
  • En Alemania funcionaba. Con lo que cuesta allá tomar un tren – o incluso un bus – era lo más usado.
  • Sí, pero los alemanes son puntuales. Y cumplidores.

Pero no se podía negar que era una buena idea. Porque, ¿de qué otra forma se puede conducir hasta Ca… cuando no se tiene suficiente dinero? Así que se arriesgó a invertir una suma módica y puso el anuncio: “Parto para Ca… el 14 de Noviembre a las 10:30. Se buscan compañeros de viaje para compartir gastos de bencina.”

Sorprendentemente, no pasó una semana y ya había recibido dos respuestas. Gabriela le escribió para averiguar si era posible que la pasara a recoger a su casa a las 11:00 en vez de las 10:30. Era posible. Alfonso fue breve, telegráfico casi. “Espero en Pi…, 14:30. Pago 30% costos. Confirmar. Atte., A. Reyes.”

Llegó el día acordado y Andrés Alberti ya estaba nervioso. Esperaba frente a la puerta de Gabriela y las 11:00 se habían convertido en 11:40. A medida que el calor del sol aumentaba sobre su cara, tomaba más conciencia del tiempo transcurrido, mientras se decía: “Esto no es Alemania.” Dudaba acerca de la utilidad de presionar el timbre una quinta vez. En medio de su vacilación se abrió la puerta y salió ella. Era bonita, por lo que le fue fácil esconder su molestia.

  • Estaba tocando y no salías – le preguntó. ¿Por qué el atraso?

Ella sencillamente lo miró, sin responder nada, y empezó a caminar hasta la puerta del auto. Perplejo, Andrés abrió las puertas y ocupó el asiento del conductor. Pasó un tiempo mirando hacia adelante, concentrado sólo en el camino que consumía. Ella miraba por la ventana, distante. Parecía distraída. El silencio lo incomodaba. A decir verdad, comenzaba a sentirse intranquilo a causa de esta reservada desconocida. Encendió la radio. No, no exactamente. Llevó su mano sobre el botón, pero dudó. Se volteó para preguntarle “¿te molesta si escucho música?”, mientras se decía: “Pidiéndole permiso. Acá estás, en tu propio auto y no te atreves ni a encender la radio sin pedirle permiso. Mira en lo que te has convertido”

Pareció no escucharle, seguía mirando por la ventana. Vacilante, tocó dos veces su hombro (“tela suave… ¿Lana? ¿Y qué importa?, si nunca te han interesado las telas”) y al voltearse ella, un tanto perpleja, repitió su pregunta. La mujer lo miró unos segundos. Luego, lentamente, abrió su cartera y extrajo una pequeña hoja de papel. Se la entregó.

Una vez que se detuvo a un costado del camino tomó el papel y lo leyó.

“Soy sordomuda. Si no hablo no es por mala intención o falta de interés sino por una obligación irrevocable para con los caprichos de la naturaleza y su brazo armado, la genética.

Gabriela Roove”

Se generó un silencio incómodo. ¿Era aplicable el concepto? ¿Podía ella distinguir entre el silencio incómodo y los otros tipos de silencio? Decidió que sí. Posiblemente existían para ella tantos tipos de silencio como para los esquimales nombres para los distintos tonos del blanco.

Gabriela le quitó el papel de los dedos, extrajo un bolígrafo y escribió rápidamente: “disculpa el atraso.” Se quedó mirando el papel, pensativa, y agregó: “si necesitas decirme algo importante, escríbelo aquí.”

Hay poco espacio en esa hoja – pensó Andrés – así que si escribo algo, realmente tiene que ser importante.

Puso nuevamente el auto en movimiento. Miró hacia la radio pero decidió no prenderla. Era absurdo, pero le habría producido una especie de culpa. Había escuchado una vez que en la India muchos turistas no lograban comer en los restaurants. Las miradas de hambre al otro lado del cristal lo volvían imposible.

El viaje transcurrió sin incidentes durante las cuatro horas que tardaron en llegar a Pi… Alfonso esperaba en el lugar acordado. Gordo, cuarenta y cinco, ciertamente no más de cincuenta. Chaqueta elegante pero gastada, signo inequívoco de quien alguna vez tuvo fortuna. Su cara estaba completamente roja. Abrió la puerta, subió al asiento trasero y dijo: “te demoraste.” Las palabras, breves y cortantes, reflejaban la ira contenida. Andrés era ciertamente más alto y más fuerte que él, pero había algo en el hombre que lo hacía sentirse intimidado. “Surgieron imprevistos” respondió Andrés. Una suerte de solidaridad le impedía delatar a su pasajera. Si Gabriela se dio cuenta de la entrada del hombre no acusó recibo, seguía mirando por la ventana, absorta en un punto distante.

“¿Puedo fumar?” dijo al tiempo que encendía el cigarrillo. Normalmente, Andrés se habría opuesto – lo había dejado hace seis meses y la tentación volvía con facilidad –, pero su retraso lo había despojado de toda autoridad moral. No dijo nada.

  • ¿Y qué pasa con ustedes dos que no hablan?
  • Ella es sordomuda.
  • Mejor, las otras no se callan nunca. Está bien linda la sordomuda.

El hombre siguió fumando, sudaba. De pronto dijo: “¿y qué hace si necesita comunicarse?”

  • Escribe en esta hoja de papel.
  • A ver pásamela, quiero escribirle algo.
  • No, queda poco espacio en la hoja y hay que usarla sólo para cosas importantes.
  • Tal vez tenga más hojas – sugirió Alfonso.

No se podía negar que el punto era válido. Con la letra más pequeña que pudo, escribió: “¿tienes más hojas?” y se la alcanzó. Gabriela movió la cabeza de un lado a otro por toda respuesta.

Sintió ganas de preguntarle por qué no había traído más hojas consigo pero se dio cuenta inmediatamente de lo absurdo de la idea. Desperdiciar más espacio aún en esa pregunta inútil sería exactamente igual a lo que le ocurría en la fábula al pescador y su esposa. Vuelto el pescador a casa tras la faena, descubre que entre las manos trae un pez mágico. Éste dice que le concederá tres deseos. El pescador, hambriento tras la jornada, pide como primer deseo un enorme salchichón. Su esposa al ver tamaño desperdicio de uno de los deseos en semejante estupidez, monta en cólera y exclama: “¡desearía que ese salchichón se te pegara en la nariz!” Y así efectivamente sucede. El pescador, desesperado, tira y tira para intentar desprenderlo. Ante la imposibilidad, murmura resignado, “deseo no tener este salchichón pegado a la nariz.”

  • No importa, yo sé lenguaje de señas – dijo Alfonso al tiempo que extendía su dedo medio y reía como un niño.

El hombre gordo se durmió al poco tiempo. Roncaba de una manera extraña. Andrés comenzó a envidiar a Gabriela, que seguía mirando a través de su ventana. Siguió manejando. La monotonía de la carretera era tranquilizadora y pasadas unas cuantas horas incluso el ronquido se convirtió en uno de esos sonidos que con su regularidad van perdiendo su molestia inicial.

El auto no dio ningún aviso, patinó unos metros y traicioneramente se detuvo. Gabriela se volvió a mirarle, perpleja, como exigiendo alguna explicación. Andrés levantó los hombros, agradeciendo interiormente esos pequeños códigos lingüísticos universales. Alfonso se despertó con sobresalto.

Bajaron los tres, molestos, pero con el interés que suscita cualquier enigma repentino. La respuesta era una llanta completamente desinflada y unos metros atrás el cuerpo de un animal que vio mejores días.

  • ¡Un erizo de tierra! – gritó Alfonso. ¿Qué mierda hace un erizo de tierra en plena carretera?

A Andrés se le ocurrieron varias posibilidades (el camión de despacho de una tienda de animales estaba mal cerrado; el erizo mascota pinchó al hijo menor y lo dejaron en medio del desierto para que no pudiera encontrar el camino de vuelta a casa) pero no dijo nada. El ejemplo de Gabriela comenzaba a resultarle inspirador.

Para sorpresa de ambos, Gabriela caminó hasta el erizo, se acuclilló para tomarlo y lo introdujo en una bolsa plástica que guardó en su cartera. Los dos la miraban sin comprender. Ella tomó la hoja. Cuando se las devolvió, decía: “Zoóloga. Espécimen. Hábitat extraño. Proveniencia incierta. Interesante.”

La carretera parecía totalmente desierta y a ambos lados no se veía más que una enorme extensión baldía. Andrés reparó en que desde hace horas no veía pasar ningún otro vehículo.

  • ¿Dónde estamos? – preguntó Alfonso.
  • No lo sé.
  • ¿Qué hacemos?

Qué hacer, en efecto. No tenían rueda de repuesto. En parte por necesidad y en parte prisionero de esa ley no escrita de los jóvenes que dice que las desgracias sólo les ocurren a los otros, la había vendido.

Le tocaban la espalda. Tomó la hoja que la mujer le ofrecía: “estamos a 670 kms. de Ca… y a 430 de Pi… El pueblo más cercano es Te… que queda a 46 kms. Alguien tiene que ir a pedir ayuda.”

Tal vez no era un plan genial, pero era el único plan. El problema era decidir quién iría en busca de la ayuda. Era indudable que él tenía que ir. Era el conductor y por lo tanto el responsable. Además, había sido él quien no había logrado esquivar al erizo. Pero no se atrevía a dejar a Alfonso a solas con Gabriela. El tipo no le daba confianza y el estar transportándola le hacía sentir como si hubiera suscrito un contrato que lo responsabilizaba por su bienestar. Una opción era partir con ella hacia el pueblo, pero dejar a Alfonso solo con su auto lo haría sentir inquieto. Podía volver y encontrarse con el auto abandonado, sin radio

Por otra parte, si se iba con Alfonso, ¿cómo se comunicaría ella si alguien pasaba por allí? Ya casi no quedaba espacio disponible en la hoja. Pero partir los tres juntos era dejar el auto completamente desprotegido. Se sentía como el protagonista del dilema lógico que le hacen resolver a los niños. Un hombre tiene que cruzar un río con su lobo, su lechuga y su oveja y el bote sólo admite dos pasajeros por vez. ¿Cómo evitar que el lobo se coma a la oveja, o que la oveja se coma la lechuga? La respuesta era extremadamente fácil, pero en la vida real las cosas son siempre más complejas. Se tiene que atravesar una carretera desértica y polvorienta con una oveja averiada, una lechuga muda y un lobo gordo y omnívoro. O quizás, una lechuga ansiosa debe conducir a un lobo y una oveja al pueblo más cercano, sin saber cuál es cuál.

Por suerte no tuvo que resolver el problema. Cuando levantó la vista Gabriela ya había empezado a andar y Alfonso iba detrás, cabizbajo. No le costó mucho alcanzarlos.

Resulta extraño cómo bajo los rayos de un sol fulminante todo reloj se vuelve un mentiroso. Andrés miraba su muñeca y desconfiaba de las manecillas que afirmaban con altivez que sólo habían transcurrido dos horas desde que abandonaron el auto. Si él estaba exhausto, se preguntaba cómo lograba Alfonso caminar todavía. Recibió una respuesta súbita e inesperada a su pregunta.

Alfonso se detuvo y explotó: “¡¿Alguien puede decirme quién mierda nos mandó a seguir a la muda?! Horas y horas caminando y no llegamos a ninguna parte. ¡No tiene idea de a dónde nos está llevando!”

  • Cálmate – exclamó Andrés con cansancio.
  • No me calmo – volvió a gritar el hombre. Dame esa hoja para preguntarle a dónde nos lleva y por qué.
  • No te voy a dar nada.

Resulta extraño cómo la falta de agua y la protesta de los músculos puede volver a un hombre en una fiera. Alfonso se abalanzó sobre Andrés. Mientras rodaban por el suelo Andrés no lograba concentrarse en el presente. Todo era demasiado ridículo. ¿Por qué un erizo se había decidido a dejarlo varado en el desierto? ¿Por qué peleaba con un hombre gordo bajo la mirada indiferente de una mujer muda? Siguieron arrastrándose unos metros, de vez en cuando recibía golpes, pero no le parecían reales.

  • ¿Pueden dejarse de pelear como un par de imbéciles?

Se vuelven al mismo tiempo para enfrentar la fuente de esa voz femenina.

  • Sé hacia dónde vamos por esto – dijo, mientras señalaba el compás que colgaba de una cadena en su cuello. Ahora síganme. Ya habrá tiempo después para explicaciones.

Demasiado sorprendidos y exhaustos como para protestar, vuelven a ponerse en camino. Andrés – que a estas alturas ha descubierto que le resulta casi imposible pensar sin recurrir a anécdotas – recuerda la fábula apócrifa del niño Einstein. Se cuenta que el genio no habló hasta los 5 años. Su madre lo creía mudo hasta que durante una comida exclamó, inesperadamente: “esta sopa está demasiado caliente.” La madre, en estupor: “hijo, si sabías hablar, ¿por qué nunca dijiste nada?” El joven Albert habría replicado: “es que hasta ahora todo había estado bien.”

  • No me gusta hablar – dice ella pasado un rato. Se abusa del habla, se la usa como herramienta de generar ruido para huir del silencio. Me molestan las cortesías de pasillo, me irritan las conversaciones de ascensor. ¿Para qué pasarse la mitad de la vida formulando preguntas que no nos interesan y la otra respondiendo las que a nadie le importan? ¿Es que acaso durante este viaje hemos cruzado una sola palabra que haya valido la pena?”

Nadie dijo nada.

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El camionero venía del norte cuando vio a las tres figuras polvorientas que avanzaban trabajosamente en dirección opuesta. Cuando detuvo el vehículo y los hizo subir a la cabina uno de ellos le entregó un pequeño pedazo de papel.

“Somos tres sordomudos. Viajábamos hacia Ca… cuando se averió nuestro auto. Por favor llévenos al pueblo más cercano.”