La ambulancia

Autor: Paula Patricia Araya Oyarce
Seudónimo: Elena Martinelli
Año: 2012 – Primer Lugar

Es curiosa la forma en que las noticias sobre muertes nos afectan. Pareciera ser que siempre es de una manera superficial, pues al vivir el día a día nunca pensamos que la tragedia va tras nosotros, y sin embargo se camufla entre los resquicios menos pensados para dar su mejor golpe en el momento más inesperado.

Me parece increíble percatarme que una de las mayores características de nuestra raza como seres humanos sea precisamente tener la noción de muerte tan lejana e idealizada siendo que realmente nadie está exento de sufrirla repentinamente… si debo hacer un mea culpa, con gusto reconoceré que solía ser una de esas personas, hasta la noche del 20 de enero de 1980. Recuerdo que en ese entonces tenía 25 años, era una mujer entrando en su adultez, aceptando una nueva etapa y aprendiendo a vivir la vida de otra manera. Hasta hace un año vivía con mi madre, sin embargo infortunios del destino hizo que nuestras vidas se tornaran por senderos completamente distintos, debiendo forzar mi partida y separándome de su lado; en un principio de una manera determinante, luego cediendo un poco hasta vernos a lo menos una vez al mes. Mi padre había partido de casa hacía ya 6 años, creía que había salido por cigarros… aquella vieja historia por la que algunos caemos.

Recuerdo que en el verano de 1979 mi madre y yo tuvimos una gran pelea, ya no recuerdo bien por qué. Nos fue imposible hablarnos por medio año, tanto porque yo partí de casa a raíz de esa discusión y porque simplemente todo terminó tan mal que la herida dolía demasiado. Sin embargo la recordaba todos los días, pensaba en su salud, en su ánimo, en su pena… me preguntaba cómo le iría en el trabajo, si me recordaba como yo a ella. En el pasar de los días de ese año también hubo sucesos bastante agradables. Fue entonces cuando conocí a Andrés, quien se convirtiera en mi mejor amigo, mi confidente y mi pareja. Lo conocí una noche que necesitaba cobijarme de mis emociones en un pequeño pub que encontré en medio de mi caminar errante, y desde entonces nos volvimos inseparables. Aquella noche la conversación fluyó como un manantial en medio de la naturaleza, le conté de lo mío, él de lo suyo, me acompañó hasta mi casa y me dejó para encontrarnos ahí mismo a la tarde siguiente. A las pocas semanas surgió el amor, y con el amor la comprensión. Se enteró de mis problemas con mi madre, a veces conversábamos de ella y de lo que fue vivir a su lado, reflexionábamos sobre eso y luego lo dejábamos para continuar construyendo recuerdos y huellas de nuestro cariño en el sendero del tiempo. Completábamos varias horas del día amándonos en la cama o en el acogedor calor que emanaba el horno creando pasteles para algún ingreso.

Un buen día el cartero trajo noticias de mi madre y el intercambio de nuestras historias se realizó mediante papel por un tiempo. Un día y sin previo aviso llegué a verla, tanto por deseo mío como por el dulce incentivo de Andrés. La abracé, sentí su perfume, la besé, lloré un poco y entré como si nada hubiese pasado a su casa. Almorzamos en silencio un momento y luego hablamos como dos grandes amigas que no se habían visto en algún tiempo. A pesar de ese agradable encuentro, mantuvimos una cierta distancia quizás por precaución, o quizás quién sabe realmente por qué; y sin ponernos bien de acuerdo, cada primer martes del mes llegaba a verla y a su vez ella me esperaba con una rica lasagna de berenjenas.

Así transcurrieron los días, entre el amor de Andrés, el trabajo y las cautelosas visitas con mi madre. Al pasar un poco de tiempo comencé a visitarla un día a la semana, ella no se quejó ni yo me retracté. De a poco fuimos cediendo y la convivencia se hizo más amena, sin embargo siempre un dejo de tensión merodeaba en la atmósfera. Aun así, ¡cuánto agrado poder compartir con ella!

Pasaron así un par de meses hasta llegar a la fatídica visita de aquella noche de Enero. Recuerdo su hermoso pelo entrecano que caía con gracia sobre sus hombros huesudos, sus labios con una leve pero permanente tensión, sus ojos verdes que cada vez que dirigían la mirada siempre lo hacían con un sutil indicio de cansancio. Sus manos, finas y huesudas, mostraban en sus arrugas los años de esfuerzo. Su cuerpo aparentemente frágil y sin embargo firme, delgado y pálido; recuerdo cada detalle suyo, pues cada célula de su cuerpo quería indicarme que partiría, y sin embargo no pude verlo en el instante. Recordando hoy sus detalles, veo con claridad la sombra de la muerte que la rondaba aquella noche.

  • ¿Deseas comer algo más? – Me había preguntado mi madre. Su voz sonaba distinta, sin embargo estaba un poco distraída para notar siquiera lo que había dicho.
  • ¿cómo?
  • Si deseas algo más, hija-
  • No, no. Gracias, estoy satisfecha-
  • Antonia, te noto distraída. ¿Hay algo que quieras decirme?-
  • No, no. Está todo en orden, madre… sólo es un poco de exceso de trabajo, me siento cansada-

Sin embargo no era cierto, había tenido conflictos con Andrés aquella tarde antes de ir a visitarla. Me sentía apenada y confundida, sentía que mi cuerpo estaba visitándola y mi mente volvía inevitablemente al momento en que inició la discusión una y otra vez, repasando detalles perdidos y buscando alguna respuesta.

  • Hace poco tuve noticias de tu padre-
  • ¿cómo?
  • Hace poco tuve noticias de tu padre-
  • ¡Vaya!.  ¿Por qué?, ¿Cómo?-
  • Me lo encontré comprando aceite en el negocio de doña Cecilia-
  • ¿Y no que se había marchado lejos?-
  • Al parecer sólo se marchó lejos del alcance de nuestra mirada… o quizás volvió. Quién sabe realmente-
  • ¿Y conversaron algo?-
  • Sólo nos miramos-
  • ¿Y no que tenías noticias?-
  • A veces la mirada dice todo, hija. Se ve cansado y triste-
  • Aah…-

Nos quedamos en silencio un buen rato, bebimos infusiones concentrándonos en el sonido de la taza al chocar contra el platillo cuando de pronto mi madre deja caer la suya para quedar tendida en el suelo. Su imagen fue perturbadora, pues de un momento a otro se hallaba más pálida que de costumbre, con sus prendas mojadas por la transpiración y quejándose de un dolor fuerte en la boca del estómago. Todo transcurrió en cuestión de segundos, rápidamente corrí al teléfono a llamar a una ambulancia para luego tenderme en el suelo junto a ella y tomar su mano. La ambulancia no tardó en llegar, sin embargo los minutos se sintieron horas.

Mi madre recibió los primeros auxilios correspondientes y la subieron a una velocidad increíble. Recuerdo que mientras íbamos camino al hospital, los minutos se tornaron días, los segundos horas, los milisegundos minutos y así el tiempo fue disminuyendo su paso paulatinamente hasta detenerse. En cuanto el tiempo abandonó su ritmo usual, se encargó que la mirada de mi madre coincidiera con la mía para inmortalizarla. En cuanto vi sus ojos sujetando su mano, el aroma de los naranjos en flor vino a mi mente. Fue así cómo empecé a recordar cosas, fue así como mi  cuerpo abandonó la ambulancia para viajar a los remotos días que mi madre vivía con mi padre, fue así como vi detalles de los cuales jamás me hubiese percatado.

De pronto todo se tornó extraño, mi vista se nubló, mis sentidos comenzaron a ceder y quedé reducida a la nada, como un ente flotante perdido en algún lugar del universo. Luego me percaté que se trataba de un viaje en el tiempo, pues mis sentidos comenzaron a retornar paulatinamente para situarme en el pasado. El primer instante donde me transportó el tiempo fue a los dulces días de infancia. Los naranjos habían florecido en nuestro patio y yo jugaba con mis muñecos. Me vi sentada en el pasto, sin nada más que pensar que en el próximo juego. Entré a mi casa de esos años como temiendo ser vista, sin embargo mi cuerpo no tenía consistencia y mis pisadas no dejaban huella alguna. Fue entonces cuando vi a mi padre agrediendo a mi madre y saliendo irritado por la puerta. Mi madre derramaba sólo una lágrima sentada en el sillón mirando al infinito, perdida en el dolor y silenciando todo indicio de algo que la hubiese afectado. Luego me vi entrando a la casa, pequeña e ignorante a lo ocurrido, corriendo a sus brazos y ella me abrazaba, siempre con la mirada perdida. Mi madre jamás había mencionado algo sobre las agresiones de las cuales era víctima, mi alma fue trastocada por la visión de aquel instante, para luego reflexionar y comenzar a comprenderla, a comprender su permanente silencio, su distancia, su tensión.

Luego la imagen de ese instante se hizo borrosa y el tiempo me transportó a mis 11 años. Me vi caminando a unas cuadras de mi casa de vuelta del colegio. Mi cuerpo fantasmal se adelantó a entrar a casa donde encontré a mi madre derramando lágrimas sobre la masa del pan amasado. Esta vez tenía grandes moretones en sus brazos. Mi padre se encontraba ebrio tendido en su cama con una risa extraña. Mi madre maldecía en silencio hasta que escuchó la reja anunciando mi juvenil llegada desde la escuela. Como si nada hubiese pasado se secó las lágrimas, me saludó de una forma fría y un poco distante y pidiéndome silencio, explicándome que mi padre dormía cansado luego de una larga jornada. Le pregunté sobre los moretones, me dio una excusa poco elaborada y siguió amasando.

Tal como lo hiciera anteriormente, aquel instante se volvió borroso y fui transportada al día en que mi padre salió a comprar cigarros. Lo vi a la distancia conversando con una mujer desconocida en la esquina de la manzana. Mi madre lo miraba oculta entre las plantas del patio delantero y sollozaba en silencio. Estaba sola, pues a mis 19 ya me encontraba en alguna fiesta de tarde con mis amistades. Mi padre entró a casa y salió con una maleta tan pronto como pudo, tomó de la mano a la desconocida y se perdió a lo lejos. Me quedé mirando aquel recuerdo más tiempo que los anteriores, pues quería brindarle aunque fuera de aquella forma la compañía que no le entregué en esos días, tanto por ignorancia, tanto por no sentirme cercana a ella.

Inevitablemente ese recuerdo también comenzó a tornarse borroso y llegué al recuerdo del día que discutimos.

  • ¡Eres insoportable, igual a tu padre!- Mi madre me reprochaba enfurecida.
  • ¿Quieres hablar de insoportable?, ¡intentar comunicarte algo es insoportable! Siempre fría y distante, ¿te importa algo acaso?-
  •  
  • Mocosa atrevida… sigues bajo mi techo, sigues comiendo de mi comida-
  • Pues ya no lo hagas más, no me mantengas-
  • Vete de aquí, borracha. Vete a destruir tu vida igual que tu padre-
  • ¿Sólo porque me divierto los fines de semana me llamas borracha?, ¡y para tu información ya estoy titulada madre! ¿Qué vida arruiné?-
  • La mía-
  • Pues bien… me voy. No vuelvas a hablarme-

Recuerdo que esa discusión se originó debido a que llegué pasada de copas en alguna ocasión a razón de la obtención de mi título como profesora. Era joven y compartía con mis amigos como la juventud acostumbraba a hacerlo. Sin embargo no me daba cuenta que en mi modo dañaba a mi madre, por cosas que desconocía, por motivos que sólo su corazón guardaba celosamente y que ya en esos instantes no podía reprimir. Sus iras acumuladas en el transcurso del tiempo le pasó la cuenta, y tristemente esa vez me marché de casa como lo hiciera mi padre, a diferencia que aquella vez no me marchaba con la compañía de alguien; simplemente la abandonaba en el umbral de la puerta por razones que creí injustas e irracionales.

De pronto ese último instante se borró para llevarme a la ambulancia. El tiempo seguía inmortalizando la mirada sostenida con la de mi madre. En unos pocos segundos comprendí todo, la miré con tristeza conociendo la amargura guardada en su corazón y por unos instantes fui ella, sufrí su dolor, viví su desilusión y me hice parte de su entereza. La admiré y la amé como nunca lo había hecho. Ella reconoció todo aquello en mi mirada, aceptó que algo sabía ahora, que algo era distinto, que algo comprendí y que quedaba desnuda con su verdad en ese último instante de redención. Me miró con dulzura, se disculpó sin decir palabra con lágrimas en sus ojos y yo me disculpé por lo mío con lágrimas recorriendo mis mejillas.

De a poco los días se tornaron minutos, los minutos se tornaron segundos y los segundos se tornaron milisegundos. Nuestras miradas seguían conectadas entregándonos amor mientras el caos reinaba en el ruido de la sirena de la ambulancia, en las instrucciones de los paramédicos, en los monitores conectados a electrodos que señalaban la actividad de su corazón. El viaje hacia el hospital continuaba y sin embargo ambas sabíamos que no finalizaría con ella en vida. Me miró con ternura y comprensión para luego entregarse en paz a los brazos de la muerte.

Aunque el monitor señalaba que su corazón había dejado de funcionar, la ambulancia continuaba su bullicioso camino al hospital, los paramédicos seguían entregando instrucciones quien sabe a quiénes, y mi mano seguía estrechando la de mi madre, tan solo presente ahora en su cuerpo despojado de su alma pero con el consuelo de haber vivido aquel momento donde todos los misterios quedaron resueltos, donde el tiempo fue capaz de detenerse y transportarme a su antojo, donde la muerte nos concedió el regalo más preciado de todos: llevársela a su lado sin secretos ni rencores. Mientras tanto, la sirena seguía sonando, y sigue sonando hoy en aquel recuerdo.