Autor: Luis Hernán Espinoza Olivares
Seudónimo: Ted Machuca
Año: 2022 – Segundo Lugar
La muchacha esperaba cada día el bus a la salida del viejo hospital y minutos después bajaba en un enorme sitio baldío azotado por el viento. Allí no había caminos ni senderos, sólo un enorme espacio vacío y gris donde languidecía un viejo cardo a punto de florecer. En un comienzo su presencia pasó inadvertida, no obstante, su piel pálida y sus facciones desvanecidas. Sin embargo, después de coincidir varias veces en la misma ruta comencé a sentirme atraído por su figura. Su itinerario era siempre el mismo, casi a la misma hora: subía cada tarde en el hospital con la misma ropa, con el mismo semblante frío. Siempre se sentaba sola al final del bus y allí permanecía taciturna hasta que llegábamos a aquel yermo paisaje. No era necesario tocar el timbre. El conductor detenía la máquina casi automáticamente como si siguiera los acordes de un guión. La muchacha bajaba y esperaba que el bus se perdiera a la distancia. Nunca supe quién era. Nunca la vi caminar en algún sentido. No tuve la osadía de preguntarle nada. Su rostro parecía no tener expresiones y varias veces me levanté para verla por los ventanales traseros mientras el bus se alejaba, pero ella se quedaba inmóvil como una estatua esperando perderse tras las primeras estribaciones de las colinas. Al otro día, muy de mañana, la volvía a ver sumergida en medio de aquel paisaje baldío, casi en el mismo lugar donde había quedado la tarde anterior. Entonces subía y buscaba un asiento vacío.
Todo coincidía extrañamente para juntarnos cada día arriba del bus. A veces me retiraba más temprano del trabajo, pero ella siempre estaba allí, silenciosa, casi sin vida. Subía y buscaba un asiento evadiendo cualquier compañía. Por alguna inexplicable circunstancia siempre encontraba un puesto vacío y allí se quedaba con la mirada perdida. Y sin embargo, a pesar de su indiferencia, a pesar de que jamás me miraba, sentía que algo quería comunicarme. Hasta que uno de esos días decidí enfrentarla. Subió como de costumbre en el hospital, caminó por el pasillo y se ubicó en uno de los asientos traseros. La observé un instante intentado encontrar su mirada, pero ella seguía distante. Me acerqué a su lado con la intención de abrir una conversación y sin embargo se mantuvo inmóvil y en silencio como si fuera una figura de cera. Ni siquiera respondió. Tampoco volvió el rostro. Su mirada era recta y levemente vidriosa. Su cuerpo, falto de ungüentos, no expelía aromas. Al poco rato bajó imperturbable en el mismo lugar de siempre y esperó que el bus partiera. Yo la observé como tantas veces por el ventanal trasero y entonces por primera vez la vi girar el rostro para mirarme. Sólo eso, una mirada distante y melancólica que se fue debilitando a la distancia hasta que se perdió nuevamente detrás de las colinas. Estaba seguro que algo quería decirme. Entonces decidí conversar con ella. Había acomodado mi horario para llegar más tarde al trabajo y compré una rosa roja encapullada para obsequiarle. Estaba cierto que aquel regalo sería una buena excusa para entablar una conversación. Como era de esperar el bus pasó por aquel inhóspito paraje y ella subió con la misma mirada de siempre. Luego se ubicó al final del pasillo, sola. Intenté sentarme a su lado, pero una extraña fuerza me dejó atado a mi asiento. Al rato descendió en el hospital. En un acto impulsivo también bajé. La seguí a cierta distancia poniendo cuidado de que no advirtiera mi presencia, hasta que se perdió en una de las habitaciones del hospital. Entré sigilosamente al cuarto y entonces una mujer madura me tomó súbitamente del brazo:
– ¿Desea algo señor? – preguntó con aires de inspección mientras observaba inquisitivamente la rosa encapullada que llevaba bajo el antebrazo.
– Quisiera hablar con la muchacha que acaba de entrar a la pieza – le indiqué de inmediato.
– Aquí no ha entrado nadie – replicó la mujer – La única persona que hay en esta habitación es la paciente que está postrada en esa cama.
Un extraño presentimiento recorrió lentamente mi cuerpo abriendo la posibilidad de que algo inesperadamente sobrenatural estuviera ocurriendo.
– ¿Puedo hablar con ella? – pregunté con cierto recelo.
– Hablar? – inquirió algo sorprendida la mujer sin dejar de mirar la rosa encapullada que llevaba en la mano. – Ella no puede hablar. Ha permanecido en estado vegetal por años sin decir una palabra y lo único que la mantiene viva es su corazón.
Como si anticipara todas mis predicciones me acerqué lentamente a los pies de la cama y observé a la muchacha. Era ella, la misma que subía al bus cada día, el mismo rostro taciturno y la misma mirada perdida en el infinito.
– ¿Qué sabe de ella? – interrumpió la mujer tomándome nuevamente del brazo con el fin de controlar todos mis movimientos
– La conocí sólo hace unos días en el bus y pensé que trabajaba aquí.
– ¿En el bus? – repitió aún más sorprendida la mujer – ¡Eso es imposible! Ella no ha salido de este hospital por más de cinco años. ¿Se siente bien?
– Creo que sí – le indiqué – pero aún no logro entender lo que ha pasado.
– Lo siento, pero estoy segura que debió ser un error – indicó la mujer. – Ahora necesito que se retire antes que llegue el médico de turno.
– Había pensado regalarle esta rosa a punto de abrir sus pétalos.
– Lo único que ella necesita es descansar en paz.
– De todos modos, dejaré la flor sobre su velador – insistí.
La mujer volteó el rostro para esconder su tristeza y luego se fue a poner frente a la ventana que daba al patio sin decir una sola palabra.
Antes de retirarme aproveché de acercarme a la muchacha. Sus ojos estaban abiertos de par en par, pero su mirada se mostraba perdida. De pronto sentí que me hablaba:
– Quiero morir – susurró repentinamente y luego bajó los párpados. Levanté la cabeza y miré a la mujer que había vuelto a su lugar visiblemente incómoda con mi inspección.
– ¿Ocurre algo? – consultó al ver mi rostro algo descompuesto por la impresión.
– Creo que la muchacha acaba de hablarme – le indiqué aún sorprendido.
– ¿Hablarle? – repitió la mujer. – ¡Eso es imposible! ¿Acaso no se da cuenta que sólo es un vegetal?
– Juraría que la escuché hablar. – le insistí.
– ¡Usted no ha escuchado nada ¡- exclamó repentinamente abandonando toda su ternura. – ¿No cree que es una falta de respeto jugar con una persona enferma?
Me acerqué nuevamente a la cama y por unos instantes la observé con la esperanza de volver a escucharla, pero sus labios mantuvieron el mismo silencio que llevaba cada vez que la veía arriba del bus. Sus latidos eran distantes, su tibieza corporal casi fría.
– Quiero morir – susurró repentinamente como si fuera un ruego.
Enderecé abruptamente mi cuerpo y la quedé mirando impávido. Por un instante creí que nuevamente me traicionaba mi imaginación, pero tenía la certeza que, al igual que la primera vez, aquella voz era suya.
De pronto sentí algo sobre mis espaldas como si vigilaran cada uno de mis movimientos. Giré la cabeza y parada en el umbral de la puerta estaba la mujer con los brazos cruzados como si quisiera pedir explicaciones. Su mirada era fija y tenía un dejo de tristeza. Sentí temor de decirle que había escuchado la súplica de la muchacha nuevamente, pero todo cambió de un momento a otro.
– Ella me ha pedido lo mismo durante años – terminó por señalar.
– ¿Entonces usted también la ha escuchado? – le pregunté.
– Desde el primer día que llegó hasta aquí, – replicó la mujer – Ahora estamos usted y yo en esto, y eso me hace sentir aliviada. Los médicos no sospechan nada. Sólo la miran, preguntan por alguna novedad y luego se van. Lo único que podría terminar con esta eterna espera es su muerte, la misma que me ha suplicado cada noche para poder descansar. Pero usted sabe que no puedo decirles eso a los médicos. De seguro me dirían que he enloquecido.
– Pero debe haber alguna forma de librar a la muchacha de este destino.
– ¡Por supuesto que la hay! – exclamó precipitadamente la mujer y luego se contuvo. Una vez repuesta, prosiguió hablando: – Ella no merece seguir viviendo así. Cada día me ruega que la deje morir. Cada noche siento el susurro de sus súplicas diciéndome que no aguanta más y que la deje descansar en paz. Durante años su alma ha salido de este hospital en busca de alguien que pueda ayudarla, hasta que por fin lo encontró a usted
– ¿Acaso está insinuando que yo decida por ella?
– Yo no tengo el valor de desconectarla – replicó angustiada la mujer. – Pero tal vez usted pueda hacerlo.
– Lo siento, pero lo que me pide es imposible – le respondí visiblemente desconcertado.
– La vida que lleva es peor que la muerte – añadió la mujer. – Por eso le ha suplicado que la deje morir. Yo no podría hacerlo porque soy una enfermera y estoy aquí para proteger la vida y no para quitarla. Pero usted ha sido llamado por ella…
– No tengo el coraje de hacerlo – me apresuré a contestar mientras sentía que los nervios comenzaban a apretarme el pecho. – No podría vivir tranquilo con esa culpa el resto de mi vida.
– Tarde o temprano se sentirá culpable de no haberla liberado de esta miserable vida que lleva.
Los ruegos de la mujer se hicieron cada vez más urgentes, cada vez más intensos. Su rostro se había desfigurado de tanta desesperación, hasta que por fin largó a llorar desconsoladamente.
– Perdóneme – señaló instantes después mientras se secaba las lágrimas – No quise molestarlo de esa manera, pero no pude evitarlo. Creo que será mejor que se retire de aquí antes que llegue el médico. Si usted ha optado por no intervenir en su destino será mejor que olvide todo lo que ha pasado. Yo seguiré cuidándola hasta que encuentre a alguien que pueda ayudarla.
– Lo siento – le indiqué completamente confundido, – pero no podría hacer una cosa así.
Tomé mi bolso, acomodé mi chaqueta y con el semblante aún inquieto abandoné el viejo hospital llevando un nudo en el pecho. Me sentía extrañamente vacío por haber sido incapaz de resolver aquel dilema con la muchacha. Traté de buscar una explicación acerca de lo ocurrido, pero todo se hizo confuso. Mi conciencia se estrangulaba de ansiedad al imaginar las consecuencias que habría provocado si decidía desconectar a aquella muchacha. Tal vez lo más sabio era dejar todo como estaba y seguir la vida llevando a cuestas la angustia por no poder intervenir en el destino. Tendría que seguir enfrentando por el resto de mis días la figura de aquella muchacha arriba del bus con sus ojos perdidos, sus facciones sin vida, su cuerpo frío y sus perfumes tan débiles como la delgada línea que la separaba de la muerte. Sin embargo, la muchacha no subió al bus a la mañana siguiente. Un suave escalofrío me recorrió las espaldas. Comencé a transpirar. Bajé en el hospital y caminé presuroso hacia la habitación donde había permanecido postrada durante años. Algunos funcionarios se cruzaban inquietos por los pasillos y murmuraban tímidamente entre ellos. Un par de policías custodiaba la habitación. Uno de ellos me tomó del brazo para impedir mi entrada.
– No puede ingresar a este lugar – apuntó de inmediato cerrándome el paso.
– ¿Sucede algo? – le pregunté de inmediato
– Anoche murió la muchacha que reposaba en esta habitación – respondió el policía.
– ¿Puedo hablar con la enfermera que la cuidaba? – le pregunté visiblemente confundido.
– La mujer no era enfermera – replicó el policía – Ella era su madre, y fue llevada a la comisaría para que respondiera algunas preguntas.
El policía se extrañó al ver mi cara de asombro, cambió repentinamente su compostura, frunció el ceño y preguntó con voz de extrañeza:
– ¿Es usted familiar de la muchacha?
– En realidad nuestra relación era muy lejana. – me apresuré en responder para salir de aquella encrucijada. – Disculpe, pero debo regresar a mi trabajo.
Di media vuelta y comencé a caminar a lo largo del pasillo envuelto en una extraña sensación de culpabilidad. Sentía que en cualquier momento aquel policía iba a pedirme que me detuviera para que le explicara quién era realmente, pero por algún motivo me dejó ir. Mientras me alejaba traté inútilmente de comprender lo que había sucedido. A esas alturas todo parecía posible, pero tenía la certeza de que ninguna explicación iba a ser suficiente para comprender las extrañas circunstancias que me llevaron hacia aquella muchacha. Por alguna misteriosa razón ella me había escogido para que la desconectara de la vida, pero desde el primer momento supe que sería incapaz de hacerlo. Sabía que era una actitud cobarde, ¿pero había otra alternativa?
Desde entonces intenté retomar mi vida normalmente y enfrentar cada día aquel lugar baldío bajo la amenaza de reencontrarme con aquella muchacha que a pesar de estar muerta aún permanecía viva en mi conciencia. Pero con el correr del tiempo todo se fue diluyendo. Nadie subía ni bajaba en aquel lugar y lentamente mis preocupaciones volvieron a ser las habituales. Hasta que uno de esos días el bus se detuvo bruscamente en aquel llano baldío, justo enfrente del viejo cardo recién florecido. Entonces vi subir una pequeña muchacha calva. Una intensa sensación de angustia se dejó caer sobre mis espaldas. Apenas la divisé intenté esquivar su mirada para pasar desapercibido. Sin embargo, la muchachita caminó pausadamente por el pasillo y se fue a sentar al final del bus, completamente sola y totalmente fría como si fuera una figura de hielo. Intenté mirarla de reojo con cierto temor. Su rostro carecía de expresiones. Durante varios minutos ni siquiera pestañeó. De pronto giró la vista, me quedó mirando como si clavara sus ojos sobre mí, sonrió dulcemente y entonces creí encontrar algún trazo de ternura en su rostro. Disimulé estar durmiendo, pero en realidad continué acechándola de reojo como si temiera que una nueva historia volviera a ponerme en una encrucijada, hasta que de pronto se paró de su asiento, tocó el timbre y se bajó en el viejo paradero del hospital llevando entre sus manos una hermosa rosa recién salida de su capullo. –