Los encintados recuerdos de Covadongo Véliz

Autor: José Maldonado Segovia
Seudónimo: Ulises Murillo
Año: 2016 – Segundo Lugar

Era un día cualquiera, de un mes cualquiera, de un año cualquiera, en la rutinaria vida de Covadongo Véliz. Con un sentimiento de frustración y hastío, se percató que pronto cumpliría 10 años trabajando en el camión de la basura, ocupación que si bien era una labor digna y honrada, lo hacía sentir un fracasado, un paria de la sociedad, la última chupá del mate, el cabro que nunca pudo surgir en la Maipú Oriente de Arica, población donde había vivido toda su perra vida en compañía de su abnegada madre y el “Toffy”, su inseparable quiltro encontrado en un tacho, viendo como todos sus amigos y los no tanto se convertían en profesionales o partían a las mineras de Iquique y Antofagasta,  haciéndose de casas nuevas y autos de lujo, mientras que él con suerte tenía una bicicleta parchada y con mucho esfuerzo había renovado las calaminas de su casa de cholguán. Se sentía estancado en un punto de su vida, arrepentido de no haber continuado estudios más allá del cuarto medio o de haber hecho carrera militar mientras estuvo en el servicio. A sus 37 años, soltero y sin hijos, vivía casi por inercia, en un transitar por la vida que lo mantenía ensimismado en sus penurias, ya sin ganas de volver a tirar curriculum a otros trabajos, y al borde de perder a su eterna polola, la Irina, una muchacha tranquila y que lo quería mucho, pero que ya comenzaba a prestar atención a los galanteos del mecánico de la esquina, ante la apagada relación que Covadongo mantenía con ella.

Esa noche estaba recostado en su cama vestido con el uniforme de trabajo, pero sin muchas ganas de salir al turno. Pensó en reportarse enfermo o simplemente no asistir a la pega de basurero, recolector de residuos, funcionario municipal, la verdad, le daba lo mismo la definición: el recogía la mierda del resto y punto, eso decía en la casa, por más que la madre, una viejita que hacía costuras, le diera todos los días ánimo, diciéndole que era un buen hombre y que pronto la suerte tocaría su puerta. Asintió con la cabeza Covadongo, mientras en su mente maquinaba alguna mentira para el jefe de turno. No era difícil arreglarse con don Carlos, alías “Don Corleone”, un viejo mafioso que transaba las fallas por botellas de alcohol y que se mantenía en el cargo por que era amigo del tío de un primo del alcalde. Se sacudió la deserción y de un salto levantó su cuerpo, luego su espíritu, motivado principalmente por no perder su record de 4 años sin fallas, lo cual era su sello, ya que todos los recolectores, para bien o para mal, destacaban en algo, teniendo de compañeros a verdaderas joyitas: ahí estaba marcando tarjeta el “Farsate” Espíndola, engrupidor profesional de señoras jubiladas y fanático de las teorías de conspiración; el “Terence Hill” Alfaro, por el actor italiano que hacía dupla con un gordo bueno para las cachetadas y que de verdad se llamaba Terence; el “Angustia” Tabilo, bautizado así por su adicción a la pasta base y que pasaba con la mirada pegada a las colillas del suelo; el “Sansón” Baluarte, el más fuerte de todos los recolectores y que podía cargar hasta 10 bolsas de basura; y el jefe de cuadrilla, don Juan “Siete Machos” Yucra, un viejo choro que le faltaba un ojo pero que disimulaba usando lentes oscuros, incluso de noche. Covadongo no tenía apodo la verdad, ya con ese nombre “se jodía solito”, decían algunos, sin saber que el padre, fanático de las guerras navales y patriota a morir, le dejó aquel nombre como única herencia, antes de morir atropellado.

Partieron los camiones de la basura en sus recorridos nocturnos por la ciudad. Y por supuesto que la máquina recolectora también recibía su apodo, cada trabajador dándole uno en su muy particular estilo: Farsate le decía el “Tanque Felino”, en honor a los “Thundercats”, monos animados de los años 90; para Terence era simplemente “El tarro”; Angustia lo hacía llamar “El DeLorian”, por el auto de “Volver al futuro”, ya que según él: “esa nave volaba, loco”; Siete Machos lo apodaba “Mi Guacho”, aportando además con que “el Guacho es cumplidor y no se queda en pana, porque me lo echaría al hombro si fuera necesario”; mientras que Covadongo muy para callado hacía llamar a la máquina “la come caca”.

Era el último día de la semana, corriendo los recolectores con las bolsas detrás del camión manejado por don Juan. Llevaban dos cuadras de lo que era una distinguida villa cuando Covadongo lanza una bolsa negra, no acertando dentro del camión y desparramándose la carga, cosa poco habitual en él. Conocedores del mal genio de su compañero, ni Farsate, Terence, Angustia o Sansón se atrevieron a tirar la talla, siendo únicamente el jefe de cuadrilla quien le lanzó un “¡ya no le achuntay, gueonoooh!” desde la cabina del conductor. Una chuchada mental se autodedicó Covadongo, mientras sacaba pala y escoba entonces, para recoger a la rápida lo que estaba tirado en medio del pavimento. Al revisar la carga, algo llamó de sobremanera la atención del hombre: no era basura, solo decenas de pequeños cachivaches, de esos que entregaban en fiestas como recuerdos, y muy bien conservados. “A cuantas fiestas habrán ido estos cuicos”, fue lo primero que se le vino a la mente, mientras volvía a guardar todo en la bolsa y la colocaba en la sección de los “souvenirs”, esa en donde los recolectores guardaban cosas como ropa, mochilas, radios o zapatos que se dejaban para ellos o revendían, una vez reparados. “Ya vamos, muchachos”, fue la orden de don Juan, dejando el pasaje limpio, para continuar la jornada hasta las 6 de la mañana.

Los días sábado y cuando encontraban botellas de pisco, ron o algún trago a medio terminar, la cuadrilla hacía una vaquita para comprar la bebida en algún clandestino y terminar la semana tirando la talla, a la vez que revisaban los cachureos rescatados, en ocasiones hasta que los primeros latigazos de sol aparecían por el Cerro Chuño, el basural oficial de la ciudad.

-Tanto ecologista y medioambientalista que bota y mezcla todo en la basura, compadre: vidrio, cáscaras, papel, plástico…-, decía el Sansón, despotricando contra lo que el llamaba “la hipócrita sociedad de estos tiempos”, probándose una chaqueta de cuerina con los codos gastados y sin cierre.   

-Para recoger todo eso están los gueones, compa, o sea, nosotros-, respondía el Angustia, sirviéndose el último combinado y enderezando un pucho que se había encontrado en una cajetilla aplastada.

-Y que tanto, compañero, si gracias a eso tenemos peguita, loco-, aportaba Terence Hill, dándole cuerda a un reloj que le faltaba una manecilla, y quien sin saberlo, hacía sus primeras armas como “cliente” del Mal de Diógenes.

-Igual tiene razón el flaco Terence-, decía el Siete Machos, tomándose el trago al seco en su viejo jarrón de Cobreloa: “si el cielo te da limones hay que hacer limonada, así lo cantaba la gran Celia Cruz, ¿o no, Covadongo?

-Todo es mierda, don Juan, esta basura representa nuestra cultura, nuestra sociedad: somos la mierda del planeta-, fue la lapidaria respuesta del recolector, quien revisaba intrigado las figuritas conmemorativas encontradas.

Cerrada la discusión, encendió el motor Siete Machos para ir a guardar su “Guacho” al galpón municipal y que la cuadrilla se fuera a descansar a sus casas, mientras la ciudad comenzaba lentamente a encender las luces de cada hogar. Apenas despertó Covadongo a eso de las 2 de la tarde, su primer impulso fue revisar la colección de figuritas, a pesar del hambre que siempre le apretaba las tripas a esa hora, y que la madre ya le tenía servidas las lentejas en la mesa. Almorzó entonces y se fue rapidito a la pieza, esparciendo todos los recuerdos en la cama, porque la mesa que tenía le quedaba chica, maravillado por las formas y multicolores cintas de cada reliquia, deteniéndose con sumo cuidado a leer cada leyenda impresa que en ellas había:

“Recuerdo de mi bautizo, Julieta Apata Cruz. Mis Padres: Emilio Apata Gutiérrez, Nancy Cruz Tupa. Mis Padrinos: Marco Apata Gutiérrez, María Mamani Vilca. Arica, 30 de julio de 1996”.

“Festividad en honor a la santísima Cruz de Tiviliri. Pasantes: E. Vásquez, Esposa e hijos; Paola Flores, Esposo e hijos; Marisol Flores e hijos. Putre, 2011”.

“Recuerdo de nuestro primer pasacalle. Agrupación deportiva y cultural Real Tobas del Praga. Identidad, fuerza e igualdad. Víctor Vega, presidente. Diego Condore, secretario, Ernestino Viza, Tesorero. Directiva 2016”.

Realmente estaba fascinado al descubrir estos recordatorios de matrimonios andinos, bautizos o “cortes de pelo” en el mundo aymara, fiestas de las cruces, carnavales, pasacalles y fiestas de los santos patronos de los pueblos del interior, a las que no había asistido nunca, pero siempre escuchó que eran a todo trapo, con comida y trago para regalar. Miles de preguntas iban naciendo en su mente, como cuanta gente habrá asistido a cada festividad; si había bandas de bronce u orquesta; cuanta plata se habrá gastado en la celebración; en cuanto tiempo la habrán juntado; que sería de aquellos matrimonios, niños bautizados, padrinos, alférez, pasantes, directivas, etc; apareciendo tantos pueblos, caseríos y localidades en cada encintado, como Putre, Socoroma, Belén, Azapa, Visviri, Alcérreca, etc. Estaba tan absorto en aquellos pensamientos que ni cuenta se dio que ya eran las 9 de la noche, alistándose para ir a trabajar.

Durante la semana volvió a pasar por aquella casa donde había encontrado los encintados, con la suerte que otra vez había una bolsa con aquellas figuritas, las que guardó como oro. No entendía como alguien podía desechar aquellos recuerdos únicos e irrepetibles, que tanta historia y valor sentimental contenían. La cosa es que apenas llegó a la casa, comenzó a clavar cada figurita en las paredes de su pieza, iniciando su propia colección de recuerdos andinos, revisando una y otra vez las leyendas grabadas en los encintados, con símbolos de cruces, iglesias, angelitos, o flores, según la festividad, imaginándose cada pueblo escrito, ya que tampoco había tenido la oportunidad de viajar al interior, conformándose hasta ese momento con que conocía cada calle, pasaje y recoveco de Arica, recordando las filosóficas palabras de don Juan: “nosotros si que tenemos calle, muchachos, no como esos políticos que en su vida se han bajado del auto”.

A la siguiente semana ya no volvió a encontrar alguna bolsa de basura con recuerdos en la casa cuica, pero dentro de su decepción se acordó de Irina, la polola medio botada que tenía y de haberle visto en la casa algún colgante de fiesta patronal, obteniendo dos, más el reproche de la muchacha por el poco tiempo que él entregaba a su pololeo; así también se fue donde una antigua tía y consiguió tres encintados que la señora guardaba de unos matrimonios en Azapa. Y así continúo aumentando su colección, dedicándole muchas horas a lo que él consideraba la “tarea” de recolectar estas verdaderas reliquias. Su obsesión llegó a tanto que de día partió a la casa donde se había iniciado todo, dispuesto a comprar más figuritas si es que aún les quedaban. Ahí se enteró que era un universitario de la UTA quien había realizado un cierto estudio de las festividades aymaras, habiendo botado todo al mudarse. La verdad es que poco le importó a Covadongo el no poder contar más con la “ayuda” del estudiante, puesto que ya había hecho contacto con dirigentes y bailarines de agrupaciones folklóricas de la ciudad, como caporales, tinkus y tarkeadas para seguir su aumentando su colección privada.

Ya habían pasado cuatro meses y Covadongo podía contar con más de 300 recuerdos encintados entre sus enclenques paredes. La madre, quien veía la habitación de su hijo llena de colgantes clavados, estaba muy preocupada de lo que ella consideraba una locura de Covadongo, puesto que todos los días lo veía salir y volver con esos cachivaches que nada valían, notándolo cada vez más ensimismado en aquel pasatiempo, almorzando incluso en su pieza y ya sin salir a jugar fútbol o ir a ver a su polola. Lo que desconocía aquella mujer era que Covadongo ya había hasta faltado al trabajo en sus gestiones por hacerse de sus amadas figuritas, lo que evidenciaba en él una manía por esos recuerdos encintados que ya comenzaba a desarrollarse.

Así también, Irina estaba triste y a la vez molesta con su pololo, pensando en que su desinterés radicaba en que tal vez tenía a otra o simplemente ya no la amaba, por lo que la chica intentó un último esfuerzo por salvar la relación. Organizó entonces una cena romántica el día que Covadongo tenía libre y en la misma casa de él, condición que puso el recolector, entendiendo la madre que era mejor dejarlos solos, alojando esa noche donde una vecina.

Servida la cena y a la luz de las velas, Covadongo no dejaba de hablar de Putre, Socoroma y los bautizos andinos, describiendo las familias pasantes y cuantos grupos folklóricos habían en Arica, casi sin dejar que Irina conversara de lo que a ella le interesaba, la relación de ellos dos, el tiempo vivido juntos y si alguna vez se proyectarían, a lo que el hombre contestaba con que ya tenía programado una serie de viajes a los pueblos, y de lo fantástico que aquello sería, entendiendo una triste Irina que lo había perdido definitivamente, puesto que hasta sus besos eran devueltos con nombres de las cruces de Azapa, por lo que se fue a acostar a la cama de la vieja y decidida a abandonarlo al otro día, mientras Covadongo se retiraba a su pieza, sin entender a su polola, regalándole al siempre dispuesto Toffy los restos de la romántica cena.

No se sabe si fue el viento o algún espíritu caminante, como dicen los aymaras, pero algo o alguien sopló fuerte las velas que ninguno de los pololos había apagado, esparciendo el fuego por la mesa y el piso de madera, para luego llegar al techo y desatar el infierno en horas de la madrugada. Los desesperados ladridos del Toffy despertaron a ambos, siendo la primera reacción de Irina correr a la pieza de su amado, quién como un niño asustado desclavaba con sumo cuidado cada pieza de su bendita colección, con la llamarada ya consumiéndolo todo y amenazando con hacerles caer el debilitado techo encima.

-¡Por Dios, Covadongo, deja eso ya y vámonos que nos quemamos!-, eran los gritos de la muchacha, quien tironeaba al porfiado recolector, y los primeros vecinos comenzaban a juntar agua para tratar de salvar algo de la humilde casa.

-¡No, Irina, esta es mi colección, acá está Putre, Visviri, Codpa, tantos familias aymaras, tantas historias!… ¡Y acá también clavaremos la nuestra, cuando nos casemos! -, balbuceaba un delirante Covadongo, tratando de apagar con sus manos los encintados recuerdos que se iban deshaciendo ante el calor de las poderosas llamas. Solo un fuerte mordisco del Toffy al tobillo del hombre pudo hacerlo reaccionar, saliendo apenas Irina, Covadongo y el fiel perro, siendo auxiliado por los vecinos y algunos bomberos que estaban llegando, mientras una arrodillada madre lloraba desconsolada abrazando a su hijo, puesto que lo que alguna vez fue su casa, ahora eran cenizas.

Dos meses después, con la mirada puesta en la radiante novia, Covadongo recibía a Irina en el altar, con la madre en primera fila y aplaudiendo las familias de ambos venidos desde todo Chile al matrimonio, más los vecinos que le ayudaron a reconstruir la casa donde seguirían viviendo, incluyendo por supuesto a sus compañeros de trabajo elegantemente vestidos, y hasta el Toffy adornado con una humita en el pescuezo. Al salir de la iglesia, la caravana era comandada por el auto prestado a los recién casados, seguido de los impecables y enceradísimos camiones de basura, comandados por el “Guacho”, que tocaban incesantemente sus bocinas, en una inusual caravana que recorrió el centro de Arica y continúo hasta la sede de la población donde se realizaría la fiesta. Esta vez, las lágrimas de la madre de Covadongo eran de alegría, sobretodo al notar que los recuerdos de cintas blancas y recientemente bendecidos por el cura, se quedaban en una banca de la iglesia, olvidados para siempre.