Autor: Luis Hernán Espinoza Olivares
Seudónimo: Ted Machuca
Año: 2016 – Primer Lugar
A regañadientes, el destartalado Subaru Rex del 81 se deslizó con languidez sobre la pista llevando su extenuante carga de frutas y verduras recalentadas por el sol. Hundido en su propia insignificancia, en su maltrecha contextura oxidada, continuó su titubeante marcha sobre la carretera con la lentitud de un perro cansado y sediento. Enfrente, echado a sus anchas, el horizonte se desplegaba como un manto suavemente ruborizado por las últimas luces del día. Habían pasado casi cuatro horas desde que aquel hombre comenzó su solitaria navegación por la ruta del desierto, un itinerario que realizaba cada mes con rigurosa exactitud con el fin de surtir su almacén con las frescas hortalizas de los oasis interiores. Hasta entonces, soportando una soledad sobrecogedora, no se había cruzado con ningún vehículo. Enfrente, el despoblado se abría paso a lo largo de la platinada ruta aumentando el letargo sobre la cansada silueta del hombre. Ad portas, las risueñas luces de la ciudad titilaban a la distancia abriéndose paso por la tenue oscuridad de la noche recién instalada. El tipo, embebido en aquella monotonía, cambió de pronto su semblante y dejó entrever una leve sonrisa. Sintió un intenso alivio por haber llegado a su destino después del largo viaje a través del extenso desierto sin ver siquiera una pizca de vida. Era previsible. Aquella ruta era un desafío difícil de esquivar, un monólogo interminable apenas interrumpido por el paso de los escasos vehículos que osaban cruzar aquel árido infierno en busca de los oasis interiores. Sabía que no tenía otra opción. Había hecho aquel viaje interminables veces en su viejo utilitario y cada vez que lo hacía, cada vez que el desierto lo acosaba con sus brazos polvorientos y calientes, sólo una cosa lo consolaba: volver pronto a casa y disfrutar la compañía de su amada esposa quien precisamente ese día lo estaría esperando para celebrar su cumpleaños. Esta vez la ansiedad la sintió más intensa y más profunda, pero aún así estaba convencido que aquella exuberante vastedad era parte de su mundo. Por alguna extraña razón era el único vehículo que rodó por aquellos caminos esa tarde. Parecía que el mundo se hubiese detenido por unos instantes dejándolo abandonado en medio de aquel árido paisaje. Preso de su destino, el horizonte le parecía una línea lejana e inalcanzable. De tanto en tanto hacía sonar la bocina para romper la larga monotonía del viaje. Después de treinta años de incesante peregrinar por los viejos caminos del desierto, cargado sobre los límites, cubierto de óxido, con las latas y fierros lamentándose en cada bache, el viejo furgón había sido su única compañía en aquellos largos derroteros. Confiaba en él como si fuera un perro. Sabía de sus lamentos, de sus olores, de sus derrames y mañas. No era la primera vez que cubría aquella áspera ruta junto a su viejo Subaru del 81. Era demasiado viejo, es cierto, y aún cuando nuevo y brillante siempre se mostró sencillo y recatado. Sabía que su destino era rodar por interminables caminos lejos del lujo y la vanidad. Pero era útil, simple, económico, y esos atributos habían bastado para mantenerlo a su lado por tantos años.
Luego de divisar las primeras luces del puerto, el hombre quitó el pie del acelerador y exhaló por fin su ansiedad. Sintió que los músculos volvían a su posición recuperando su habitual flexibilidad. Parecía estar tranquilo. En ese momento un impecable BMW rojo de cuatro cilindros se aproximó velozmente por el retrovisor con refinada prestancia ubicándose en la retaguardia hasta quedar justo detrás del furgón. Su apariencia era portentosa y avasalladora, un animal pulcro y refinado frente al cual el viejo furgón pareció desvanecerse en su insignificancia. Sobre la rutilante e inmaculada carrocería del BMW podía advertirse el débil reflejo de las primeras estrellas que salpicaban el firmamento. Sin duda se trataba de un cero kilómetro. El pequeño utilitario, compungido, se acorraló con lentitud hacia la berma para dejar la pista abierta. Sin embargo, el BMW continuó porfiadamente en su posición amenazándolo con arrogancia como si fuera un gato acechando un roedor mientras disparaba sus luces altas penetrándolo con sus potentes destellos. Durante algunos segundos prefirió mantenerse allí decidido a continuar aquel juego irreverente. De pronto, presto a lanzarse en una inesperada embestida, lanzó un par de bocinazos que remecieron la atrofiada mezcla de fierros del viejo utilitario. El chofer del furgón, contrariado, miró por el retrovisor e hizo un ademán de desprecio.
– Imbécil – masculló con un dejo de rabia gesticulando lo más que pudo, pero el BMW se mantuvo en su lugar con imperturbable arrogancia. El hombre regresó a la pista y apretó fuertemente el acelerador para escapar de aquella humillante amenaza y sin embargo el BMW, sin más prisa que su propio impulso, continuó acechándolo por lo retaguardia. El chofer del utilitario miró fijamente por el retrovisor con la intención de enfrentar al tipo, pero sólo pudo advertir una difusa silueta que se descomponía tras el parabrisas polarizado. Decidido a poner fin a aquella humillante situación, volvió a refugiarse sobre la berma con la intención de estacionarse. Entonces el BMW, anticipando aquella afrenta, dio un giro repentino y adelantó violentamente sobre su izquierda alejándose velozmente por la solitaria carretera. El chofer del furgón, aún contrariado, respondió con su bocina en un intento de protesta, un pito exiguo y agudo que hizo palidecer la frágil estructura del viejo carro que aún permanecía acorralado sobre la berma.
– Imbécil – volvió a refunfuñar mientras sacaba un cigarro de la guantera e intentaba olvidarse del mal rato. Sus pensamientos se desordenaron un tanto. Por alguna razón se sintió pisoteado por la actitud arrogante de aquel tipo que lo había sobrepasado hacía algunos instantes. Sabía que entre su furgón y aquel flamante BMW habían años luz de distancia, la misma que debía existir entre su pequeña casa enclavada en los faldeos del puerto y la lujosa mansión que debía tener aquel tipo en algún valle exclusivo, tal vez en el campo, en un condominio, con piscina, con quincho, con cuatro ó cinco baños, con pieza para la empleada y por cierto, con un estupendo garaje para guardar su BMW. Así era la vida, un continuo contraste, una asimetría, un injusto orden condicionado por el azaroso destino en el que cada uno ocupaba un lugar. Al menos disponía de suficiente consuelo para enfrentar aquella inequidad; tenía una familia sana, unos hijos que después de la secundaria siguieron un rumbo acorde a sus expectativas; el menor, del cual pocas noticias tenía, había decidido ingresar a la marina apenas cumplió los 18 años. Era su regalón, por cierto, pero las tribulaciones de su profesión lo habían mantenido lejos de casa por largo tiempo, en tanto que el mayor, llevado por sus consejos de padre, se había dedicado al comercio instalando un restaurante de comida oceánica en la misma costanera en que habían pasado sus años de infancia antes de sucumbir al tsunami. Además contaba con una esposa preocupada y fiel que de seguro lo estaría esperando con carne y vino para celebrar su cumpleaños número cincuenta. Y para ganarse la vida era suficiente con su pequeño boliche a orillas del puerto, una casita acogedora y por cierto, un rincón del patio para guardar su pequeño furgón Subaru Rex del año 81 con el cual mantenía su negocio desde hacía treinta años. Con eso bastaba. La vida lo había acostumbrado a esas desigualdades y nunca le hizo guiños a una fortuna sin sentido. Jamás le había faltado nada. Al menos nada indispensable, a excepción de la dignidad y el respeto que reclamaba a cada trecho y en cada ocasión en que se enfrentaba a alguna encrucijada en la cual los límites eran difusos. El exitismo de la vida moderna le incomodaba y la austeridad en el diario vivir era la impronta que condicionaba todos sus actos. Eso lo llevó a conservar por tanto tiempo su viejo y querido furgón. Lo sentía como parte de su vida. Había afecto, una conexión vital que los unía a diario. Pero la afrenta que le hizo aquel tipo del BMW terminó por sacarlo de sus casillas. Hubiese querido atravesar su vehículo sobre la carretera y enfrentarlo cara a cara. Pero ¿qué le diría? ¿Reclamar sólo por unos bocinazos? ¿Por la arrogancia con que se parapetó detrás suyo estrellando sus luces contra su viejo utilitario? ¿Acaso eso era ilegal? Sabía que su personalidad no le permitiría dar curso a esa prepotencia irracional. Era preferible olvidarse del asunto. A fin de cuentas era el día de su cumpleaños y no valía la pena echarlo a perder por una nimiedad. Absorto en esas cavilaciones y cuando recién se internaba en la turbulencia de la ciudad, apenas se percató que había alcanzado al BMW justo enfrente de un semáforo en rojo. Tuvo el presentimiento de que lo estaba esperando. Confundido aún con la afrenta sufrida poco antes, se detuvo a un costado y quedó en la misma línea del flamante BMW. Enfrente, el semáforo aún en rojo. Al contrario de lo que suponía, sintió una leve sensación de placer en aquella posición, una especie de justicia divina condicionada por aquel simple semáforo que ahora los había puesto en la misma condición y bajo la misma ley. Como en un principio, había años luz de distancia entre uno y otro vehículo, tal vez más de veinte millones. Pero ahora estaban sujetos a la misma obediencia, a jugar el mismo rol, a esperar el mismo tiempo bajo la misma norma. Y todo eso gracias a una simple luz roja. El chofer del furgón infló sus pulmones, miró de reojo hacia la ventanilla del BMW pero sólo se encontró con una placa polarizada. Sí, otra vez esa maldita diferencia, esa distancia hipócrita que imponen las desigualdades en la vida. Se sintió nuevamente acorralado, casi agredido, soportando el peso de ser observado unilateralmente desde el otro lado de la ventana por aquel tipo que lo había sobrepasado minutos antes. Ahora la luz roja la sentía también una eterna amenaza y hubiera preferido no toparse con ella. Habría dado cualquier cosa por poner fin a aquella humillante situación, pero la luz seguía allí, atrapándolo, hiriéndolo en su dignidad. Y para colmo, en el día de su cumpleaños.
De pronto, con una lentitud fríamente calculada, la ventanilla del BWM comenzó a bajar suavemente y un joven muchacho de lentes oscuros y traje de marino le sonrió con ternura.
- Feliz cumpleaños papá – dijo sonriendo y entonces el semáforo cambió a luz verde.-