Fogata

Autor: Raúl Moreno Barrera
Seudónimo: Automovilista
Año: 2022 – Primer Lugar

—Para que mi reacción pueda ser entendida debemos remontarnos a mi infancia. Nací y crecí, con la gracia de Dios, allá en el campo… en una familia de inquilinos. Mi vida, en la bucólica rutina de la naturaleza transcurría con la felicidad inocente de un niño, que, alejado del consumo y la competencia, se suele conformar con muy poco: tenía techo, comida, espacio para correr, jugar, respirar, y el calor del amor de mis padres y mi abuela. Ellos, desde que tengo uso de razón me inculcaron la pasión por los estudios, la única manera de lograr una existencia más plena, con menos privaciones, y que, si yo aprendía lo que enseñaban los libros y los maestros, iba a entender mejor la vida, lo que me haría una mejor persona. Sin falsa modestia puedo señalar que, desde el primer año en mi escuela rural, siempre fui el mejor alumno del curso —Abel Carrasco hizo una pausa para beber un sorbo de agua. Los nervios con los que había iniciado la disertación poco a poco tendían a desaparecer.

Los presentes escuchaban atentamente su exposición, aun cuando no entendían dónde quería llegar el joven orador con esta perorata que parecía inconducente.

—Como estaba diciendo, he sido siempre un buen alumno, lo cual, sumado al apoyo del patrón, me refiero al dueño del fundo, no al capataz, me permitió ingresar a la Universidad. Imaginen ustedes   el orgullo de mis padres, que ni siquiera completaron la enseñanza básica, y de mi abuela, que era analfabeta —al mencionarlos, Abel por un instante guardó silencio. Luego, musitando continuó— ellos no me podían guiar en los estudios para reforzar en casa las enseñanzas del aula. Sin embargo, hicieron algo más importante… me inculcaron el valor del trabajo honesto, de la responsabilidad, de la solidaridad, de la humildad…el valor de la vida.

Nueva pausa para beber un sorbo de agua. Los asistentes continuaban sin entender el sentido de lo que estaban escuchando.

—Además, ellos me enseñaron la importancia de la austeridad, y que la forma correcta de lograr los objetivos que uno se propone es el esfuerzo, el trabajo. Así fue como desde muy niño comencé a realizar pequeñas tareas por las cuales recibía alguna compensación. Yo ahorraba esos ingresos, porque tenía un sueño… poseer un auto, quizás no tan lujoso como el que usaba el patrón cuando visitaba el fundo. Debo haber tenido no más de seis años cuando se fijó esta idea en mi mente, o tal vez en mi corazón.

 Al comienzo, cuando escuchaba que iba a llegar don Joaquín, el dueño del fundo, yo corría a jugar en la terraza de la casa grande, situada en una loma, desde donde se podía ver todo el valle, en especial el camino. Era el primero en distinguir la nube de polvo que se levantaba entre los álamos de la entrada a la propiedad, y con alborozo, dando saltos avisaba a gritos que ya venía. En la medida que fui creciendo, durante la espera barría la terraza, con lo que me ganaba unos pesos, los cuales engrosaban mis ahorros. Ya más grande recibí la mayor satisfacción, que incluso me reportaba interesantes ganancias… se me encomendó lavar el auto de don Joaquín. Imaginen ustedes mi felicidad la primera vez en que con el pretexto de limpiarlo por dentro me senté frente al volante, y mis sentidos se colmaron con el aroma del cuero nuevo.

Mis ahorros aumentaron a un nivel suficiente como para justificar que los pusiera a resguardo en el Banco del pueblo, pero estaban aún lejos de alcanzar el monto necesario para adquirir un auto. Por eso, cuando me trasladé a la Capital para estudiar en la Universidad, gracias a la generosidad del patrón, que financió todos los gastos de estudio y de manutención, mes a mes pude ahorrar casi la totalidad de lo que gané trabajando los fines de semana como mozo en un restaurant del barrio alto. El sueldo no era mucho, pero las propinas solían ser suculentas, al punto que en poco más de dos años tenía lo suficiente para comprar el auto que soñaba. Tuve que juntar algo más de dinero para pagar un curso de conducción.

Al fin llegó el gran día, por el cual luché desde que tenía seis años. Me levanté más temprano de lo habitual para dar una última pasada de paño a mi auto. Henchido de gozo conduje hasta la Universidad sin contratiempos, hasta llegar a la cuadra de la entrada principal. Allí, un grupo de encapuchados comenzaba a cortar el tránsito con una barricada hecha con neumáticos, que en ese momento encendieron. No me podía devolver ni avanzar. Llamó mi atención un individuo más corpulento que el resto de los encapuchados, dándole al parecer instrucciones a un par de muchachos. Estar en esa situación es aterrante. A la derecha unos diez manifestantes rodearon un bus, hicieron bajar al chofer y a los pasajeros, para luego incendiarlo. Me sobresalté cuando el hombre con un gesto de cabeza indicó mi auto, y los muchachos en medio de gritos y piedrazos trotaron hacia donde yo estaba. Al pasar por la barricada uno de ellos sacó una molotov y la encendió. Acto seguido la estrelló contra mi coche, el mismo que me costó años de privaciones y trabajo. Quedé paralizado. El otro muchacho también encendió una molotov y corrió para lanzarla de más cerca. Fue entonces que tomé una piedra, primero para amenazarlo y luego, como no se detenía se la lancé al cuerpo, con tan mala suerte que no lo golpeó a él, sino que a la botella que llevaba en sus manos, y …fue horrible…fue…

—¡Asesino!… me quitaste a mi hijo… por un maldito auto —gritó una mujer que sollozaba sentada entre el público de la sala.

—Silencio… silencio —advirtió severo el juez— el imputado puede continuar.

Abel, aún de pie, sólo atinaba a repetir.

—Fue…fue…fuego…fogata…fogata.