Autor: Manuel Hernán González Cristi
Seudónimo: Centurión
Año: 2022 – Mención Honrosa
Cada dos años, con mi difunta esposa acostumbrábamos viajar a Miami y a Houston, Estados Unidos, a pasar una temporada con nuestros hijos mayores. En Miami vivía mi hijo Esteban, quien como arquitecto trabajaba en una gran empresa del rubro inmobiliario. En tanto, en Houston, residía mi hija Claudia, la mayor, de profesión médico pediatra que tenía un reconocida clínica con una amplia clientela. Generalmente viajábamos en marzo y retornábamos a Chile a mediados de julio, donde nos esperaba Denisse, nuestra hija menor, de profesión enfermera, que renegaba al matrimonio a pesar de innumerables admiradores.
Al fallecer Patricia, mi esposa, ese viaje lo continué haciendo solo. Ya era un compromiso familiar que no podía ni quería eludir, porque era gratificante recibir el cariño de mis hijos, de sus cónyuges y de mis nietos.
Y ese año 2017, ya bordeando mis 72 primaveras, querer pasar una temporada con mis hijos en Norteamérica no fue una excepción. Una noche del mes de marzo me embarqué en un vuelo directo a Miami Beach en la American Airlines, llegando a mi destino a primeras horas de la mañana.
En el aeropuerto de esa hermosa ciudad insular del sur de Florida me esperaba Esteban. Y como en años anteriores, mis hijos tenían planificada mi estadía por tierras norteamericanas. En marzo y abril estaría en Miami con Esteban, y luego, mayo y junio con Claudia en Houston, Texas, regresando a Miami los primeros días de julio, para luego embarcarme de regreso a Santiago de Chile.
De Miami me encantaba disfrutar de su ambiente latino y de las playas de South Beach, con su arena blanca y su agua transparente. Con mi hijo habíamos cultivado años atrás, la amistad de amigos cubanos y nos reuníamos a jugar dominó en un pequeño parque, que se llamaba Domino Park, donde nos agradaba degustar un refrescante mojito y sostener entretenidas conversaciones con esos amigos de piel morena.
En Miami, acostumbraba los días domingos a asistir a misa a la Iglesia Gesu, situada en el corazón de la ciudad, cuya construcción data del año 1896.
En ese año 2017, mi permanencia en esa ciudad se me hizo corta y como mi hija Claudia tuvo que asistir en Miami a un Congreso de Medicina Familiar, aprovechamos de viajar juntos a Houston.
Claudia había adquirido pasajes preferenciales para viajar cerca del mediodía en un vuelo de la American Airlines. El viaje duraba cerca de tres horas. Aunque prefería Miami, Houston es una gran metrópolis de Texas, y que yo rescataba por sus finos restaurantes y por su arquitectura del siglo XIX.
Recuerdo que con mi hija fuimos de los primeros pasajeros en embarcarnos y quedamos ubicados en la fila 3. Y poco a poco dicho vuelo se fue completando. Un señor de raza negra, de aproximadamente unos cincuenta años, elegantemente vestido con un ambo oscuro, camisa blanca y corbata, se ubicó en el asiento intermedio de la fila 3, pero en el costado izquierdo. En su cabello corto rizado se podían distinguir algunas canas, al igual que en su bigote. Observamos que inmediatamente, inició una charla con una señora rubia, sentada en el asiento de al lado de la ventanilla.
Y cuando faltaban pocos minutos para el cierre del vuelo, llegó un hombre de aspecto cansado, un típico gringo, rubio, alto, maceteado, con su frente sudada, portando su chaqueta y un elegante maletín. Tenía el asiento al lado del hombre de raza negra, hacia el pasillo. Con su rostro rubicundo lo observó y llamó a la azafata. Como fui profesor de inglés entendí todo lo que el gringo decía con palabras atropelladas, quien le dijo a la azafata que él no se sentaba al lado de un negro y que lo ubicara en otro asiento. La azafata amablemente le explicó que el vuelo iba completo, pero el hombre insistió; entonces la joven azafata llamó a la jefa de cabina. Ella también le expresó lo mismo, mientras el tipo vociferaba con voz prepotente, llamando la atención al resto de los pasajeros.
Mi hija, con su perfecto inglés, le dijo a la jefa de cabina que ella le cambiaba el asiento al furioso hombre y que con mucho gusto se sentaría al lado del caballero de raza negra. La jefa de cabina agradeció el gesto a Claudia y el gringo de frondosa cabellera rubia, luego de colocar su maletín y su chaqueta en el portaequipajes, refunfuñando se sentó a mi lado, en el asiento hacia el pasillo.
A los minutos el avión despegó del aeropuerto de Miami con toda normalidad. Durante el viaje, ni siquiera me di el trabajo de observar al gringo. Yo no solo estaba molesto por sus modales racistas, sino que también por haberme impedido de viajar al lado de mi hija. En tanto, observé que Claudia había hecho buenas migas con su compañero de asiento y vi que charlaban animadamente.
Cuando nos acercábamos alrededor de las dos horas de vuelo, observamos un pequeño alboroto en la cabina de mando. La jefa de cabina entraba y salía, hablando en voz baja con las otras azafatas. Finalmente, ella tomó el micrófono y preguntó si algún médico venía a bordo. Hubo un silencio sepulcral, las miradas se cruzaban de un lado a otro. Entonces, mi hija levantando la mano le dijo a la azafata que ella era doctora. Inmediatamente la llevaron a la cabina del piloto, junto con el botiquín médico que traía el avión. También se acercó un joven diciendo que era paramédico, pero lo hicieron esperar afuera.
Después de eternos minutos, mi hija salió de la cabina de vuelo, con su rostro bañado en preocupación y se sentó silenciosamente, echándome una leve mirada, sin decirme nada. El joven paramédico que había permanecido cerca de la puerta de la cabina de mando también regresó a su asiento y todo indicó que en su trayecto murmuró lo que había ocurrido: ¡el piloto había fallecido de un infarto! Y poco a poco, una atmósfera de preocupación fue inundando el ambiente de aquel avión en vuelo, hasta que una señora entró en pánico. Las azafatas acudieron rápidamente a atenderla y calmarla, pero como un reguero de pólvora el pánico se fue extendiendo hacia el resto de los pasajeros.
Uno de los viajeros que sobresalía por su histeria, era el gringo, mi compañero de asiento, el que se había negado a viajar al lado de la persona de raza negra. Vociferaba con voz angustiada diciendo que era muy joven para morir y que no quería dejar en la orfandad a sus dos pequeños hijos. Mientras mi hija trataba de calmarlo, se escuchó la voz del copiloto. Llamó a la calma y dijo que efectivamente su compañero había sufrido un infarto, pero que el avión tenía un tercer piloto entre los pasajeros, con amplia experiencia, por lo no había de qué preocuparse e inmediatamente dijo con un inglés muy claro: ¡Comandante William Carrington, favor acudir a la cabina de vuelo! Y con asombro vimos levantarse al caballero de raza negra que estaba sentado al lado de mi hija. Ella se levantó para que saliera y el hombre dirigió su mirada al resto de los pasajeros dibujando una leve sonrisa. Se acabó esa histeria que estaba empezando a convertirse en pánico y rápidamente volvió la calma.
Minutos después, una azafata le pidió amablemente el asiento de la ventanilla a un pasajero de la primera fila y lo acomodó en el que había dejado el hombre de color. Enseguida, les consultó a los otros dos pasajeros si tendrían algún inconveniente en aceptar que se acomodara el cadáver del fallecido en el asiento desocupado y ellos dieron su consentimiento. Entonces, trajeron al piloto fallecido, lo acomodaron y lo taparon con un par de frazadas.
Luego, las azafatas ofrecieron un buen servicio de cáterin a bordo que ayudó a relajar la tensión del momento y propició una mayor tranquilidad en los pasajeros. El avión surcaba el cielo en forma normal.
El aterrizaje fue perfecto, a la hora programada, con vítores de parte de algunos de los pasajeros. El avión quedó estacionado en la losa del aeropuerto.
Hubo momentos de espera, no sabíamos qué iba a ocurrir, pero el copiloto solicitó paciencia a los pasajeros porque tenía que cumplir ciertos protocolos establecidos cuando suceden estos casos en pleno vuelo. Por la puerta delantera subió personal médico y un equipo de peritos de la policía y otras autoridades del aeropuerto. Luego de cruzar algunas palabras con el copiloto y la tripulación, acordaron hacer bajar a los pasajeros por la puerta trasera. Allí se ubicó el caballero de raza negra y una azafata para despedir a los pasajeros. Sin embargo, le solicitaron a mi hija que permaneciera en el avión para entregar su testimonio médico del deceso del piloto en pleno vuelo. Ella me dio los tickets de las maletas y me dijo que la esperara en la sala donde se retiraba el equipaje. Observé que don William, el hombre de raza negra, llevaba un gorro de piloto y se despedía amablemente de cada uno de los pasajeros, dándoles la mano. Me llamó la atención que el gringo racista, con mucha humildad, también le estrechó la mano a aquel hombre que horas antes había despreciado. Esa actitud dio una pincelada de satisfacción a mi alma.
Por cerca de una hora, estuve esperando a mi hija, sentado junto al equipaje. Al llegar ella me dijo que ya estaba todo resuelto.
Como mi yerno tenía compromisos laborales, rentamos un taxi para dirigirnos a su hermosa casa, en un barrio muy residencial y selecto de Houston denominado Bay Pointe, en la comunidad de Clear Lake City.
Camino a casa, lo primero que atiné a comentarle a mi hija fue el comportamiento grosero que había tenido el gringo para con el señor de raza negra y que después resultó ser el piloto que nos sacó de apuros. Mi hija se sonrió y me dijo que mientras las autoridades del aeropuerto hacían el informe del infortunado incidente que había ocurrido en pleno vuelo, aprovechó de conversar con el copiloto, que era de origen mexicano, que hablaba perfectamente el español y que residía en Houston. Él le explicó que solo en los vuelos comerciales de más de diez horas, el avión lleva a tres pilotos, y que en realidad, si ocurriere una emergencia, en un avión moderno el piloto automático permite controlar el aparato durante el vuelo y se puede aterrizar gracias al sistema de aproximación automático. Eso sí, al aterrizar, el piloto o el copiloto tiene que accionar posteriormente los frenos de forma manual, y que por tanto, el avión puede ser conducido desde el despegue hasta el aterrizaje por un solo piloto y que fue lo que él hizo, sin ningún problema.
- ¿Y entonces para qué llamó al piloto de raza negra?-le pregunté, intrigado.
- Porque al enterarse de que entre los pasajeros cundía la histeria, él llamó al señor William Carrington, una persona muy cercana a él, diciendo que era un piloto como una manera para que los pasajeros se calmarán. De hecho, él le había regalado los boletos al señor Carrington para que visitara a un hermano que residía en Miami.
- ¡Cómo!-exclamé inmediatamente y le pregunté a Claudia: -¿Don William no era un piloto?
- No- me respondió mi hija, con la risa en sus labios-¡Era el jardinero del copiloto! Un hombre que ya llevaba como cinco años trabajando en el jardín de su casa.