Autor: Álvaro Iván Venegas Jara
Seudónimo: Aníbal Sur
Año: 2022 – Mención Honrosa
Concepción
Imaginó una estrella fugaz estallando en diminutos fragmentos. Nunca había visto una, tal vez porque no las buscaba. Prefería imaginarlas. Brillantes, celestes, furiosas, rasgando el paño del cielo para ver asomar por unos instantes las entrañas negras del universo.
Durante todo ese día Juan se sintió ansioso. Pensaba que este nuevo viaje sería distinto. Quizás, un pequeño acontecimiento activaría en su interior algún tipo de mecanismo. Una reacción en cadena en la marea de sus sentimientos. Estaba seguro.
Por un momento su piel se erizó. Abrochó su chaqueta y pensó en el calor de un hogar. No el suyo por supuesto. Pasaban los minutos y mientras aguardaba la llegada del bus, se desplazaba por el frío andén con una calma casi vegetal, como un equilibrista, buscando pequeños espacios entre la multitud que lo alejaran todo lo posible de las personas. En realidad lo había hecho toda su vida. Marginarse, huir. Le hubiese gustado creer que era por propia decisión, la decisión de la bestia experimentada que reconoce el entorno, lo olfatea, lo domina, y luego lo desecha. Pero en realidad se trataba de todo lo contrario. Solo agregaba algunos pasos de distancia a esos kilómetros de destierro que ya le habían impuesto todos los demás, incluyendo su propia familia. Pensó luego en el largo trayecto que le esperaba hasta Ancud. Nueve horas en bus, una en transbordador y luego dos horas más en el mismo bus. Doce horas en total. Hubiese preferido que fueran trece, un número con más carácter.
El esfuerzo del viaje que tenía por delante no lo inquietaba. Su problema no era el viajar, sino el llegar. Ese momento de la confirmación física del arribo, el instante en que la máquina se estremecía al apagar su motor y él con una rápida mirada ya sabía que la desazón le ganaría una nueva partida. Encontraría solo rostros ajenos, criaturas desconocidas. Pero estaba bien, todo eso no era más que un residuo de las decisiones de su vida. Sin embargo, no podía evitar sentir cada una de esas llegadas vacías como finísimas agujas abriéndose paso hacia el centro de su corazón.
El bus, su bus, asomó violentamente por entre la multitud. Era blanco, de contornos redondeados y su diseño anticuado entregaba la impresión de que su inmenso volumen se precipitaba con fuerza hacia adelante en cada frenada. Tiene la forma de un Leviatán —pensó— la apariencia de un cachalote blanco y furioso. Como Moby Dick.
Ningún pasajero se apresuró a subir. Todos se encontraban ocupados despidiéndose. Aprovechó para acercarse rápido a la puerta del bus. Un hombre gordinflón y con aspecto cansado le pidió su boleto. Juan le habló.
- ¿Usted sabía que Moby Dick recorría los mares y destrozaba barcos a sólo 40 km de aquí, en los alrededores de la Isla Mocha?
- ¿Quién?
- Moby Dick, la gran ballena blanca, pero que en realidad era un cachalote. Fue como en el año mil ochocientos veinte. Más o menos.
- Ah, mire usted. Oiga, ¿baja en el terminal?
- Si. En el de Ancud.
- Su asiento va en el segundo piso. Pase no más. Rapidito por favor que viene más gente.
Miró a sus espaldas y todos seguían clavados en sus sitios, despidiéndose. Subió al segundo piso, no había nadie. Busco su asiento, se acomodó y sonrió de forma tan fugaz que ni siquiera sus músculos faciales estuvieron seguros de haberse activados.
Puerto Montt
Del color naranjo, pasaba al rojo y del rojo al púrpura. Amanecía mientras el bus se enfilaba pendiente abajo y comenzaba a prepararse para su detención en el costero terminal de Puerto Montt. Fue en ese momento, durante el descenso a la ciudad, que observó el horizonte estabilizándose como si estuviese puesto dentro de una mira telescópica. Se detendrían 20 minutos lo que alcanzaba para renovar el aire de sus pulmones. Bajó del bus y caminó por los andenes. Buscó alejarse lo más posible y luego regresó distraído en dirección al bus. De improviso se encontró con una pareja de mochileros que le cerraron el paso.
- Tiene una cooperación amigo, pa´ volver pa´ la casa.
Los observó muy quieto, extrañado por la edad de los individuos que le parecían demasiado viejos para ser mochileros. Sin embargo, ahí estaban, con sus arrugas, su desenfado, sus aretes infectados y con esa expresión de extravío total, como la expresión del soldado que estalla por los aires sin haber disparado un solo tiro.
- ¡Tenís o no! —le gritó con rudeza el más alto de los dos.
- ¿Ven por allá esos dos perros vagos hambrientos detrás de ustedes?, si tuviera algo que compartir lo haría con ellos, luego con las palomas. Y si me sobrasen algunas migas, las dejaría bailar locas al fondo de mis bolsillos —dijo Juan con total tranquilidad, ante la estupefacción de la pareja de mochileros—, luego hubo un instante de total silencio.
- ¡Ah déjalo mejor gueón, éste se ve más cagao que nosotros! —dijo el más pequeño de los dos.
Esperó unos momentos a que se alejarán y retomó su paseo. Subió al bus justo cuando el chófer ya comenzaba a despegar los enormes y pegajosos neumáticos del sucio pavimento que se hundía un poco antes de tocar el andén.
Canal de Chacao
El mar empujaba burlonamente al transbordador que a su vez balanceaba su carga con la parsimonia tranquila de una historia repetida millones de veces. Del mismo modo, repitiendo ciclo tras ciclo, Juan sentía que en él se agolpaban miríadas de pensamientos mutilados que en su mayoría se estrellaban unos a otros antes de desaparecer para siempre. Igual que las tenues líneas de espuma que iban desvaneciéndose en la superficie del mar sin que nadie las alcanzara a notar.
Sintió ganas de un café. Salió del bus y entró en la pequeña cafetería del barco. Lo mejor de viajar con mal tiempo —pensó— es que te encuentras con muy poca gente. Pidió un café puro. Nada más. Mientras observaba a la mujer que le preparaba el café, pensaba en el tipo de vida que ella llevaba y en la expresión de su vaciado en la realidad ¡Con que tranquilidad se le veía! Imaginó que para ella misma, su quehacer orquestaba el centro de todo lo posible. La observó nuevamente y le dio la impresión de que existiría para siempre, puesta ahí, detrás de un mostrador preparando un café. La admiró de la manera más honesta que se puede admirar a una desconocida.
Giró la cabeza para observar por una minúscula ventana al mar con su agitación eterna, mientras sostenía calmadamente su café. Volvió a mirar a la mujer que ahora se afanaba limpiando un pequeño horno. Le dijo.
- ¿Usted sabe que el puente de Chacao, será el más largo de Chile?
- No, no sabía —dijo ella— sin dirigirle la mirada.
- Si, por exactos 440 metros será más largo que el puente Juan Pablo Segundo sobre el río Bio Bio.
- ¿Y dónde queda ése?
- En Concepción.
- Ah, no conozco ése que dice Usted. Yo nunca he ido más allá de Osorno.
- Oiga señora. ¿Y cuantas veces cruza el canal en el día?
- Buh no sé, no las cuento, pero son hartas, lo que dure el turno.
- Le gusta viajar a usted parece.
- Bueno, hay que hacerlo no más. Igual uno siempre se está moviendo.
- ¿Viajando dice usted?
- Sí, a veces viajando. Oiga, si cada vez que uno se levanta, uno está como en un lugar nuevo. La gente ha cambiado o el tiempo está distinto, o una ya no es la misma. Esta más vieja. Y cada vez nos cuesta más viajar de un día al otro.
- Claro señora. Le encuentro toda la razón. Muchas Gracias.
La mujer volvió a su mutismo y Juan salió de la cafetería. Decidió demorar un poco más su regreso al bus y subió la empinada escalinata metálica del transbordador hasta la primera cubierta lateral. Ráfagas de viento helado ralentizaron su avance. Sintió luego la fina sal golpeando su rostro y colándose por su cuello. Eso, por alguna razón, lo puso exultante. Se apoyó en el barandal, las manos ateridas. Miró hacia el cielo. El sol en plenitud se encontraba oculto tras pesadas nubes. Sólo esporádicos rayos de luz lograban permear esas blancas vastedades. Ahí, en esa posición, escrutándolo todo como un niño, se dio cuenta de su fragilidad, la que viajaba con él. Sus dolores reaparecían royendo sus articulaciones. Pero también se sintió liviano, increíblemente liviano. Como esas viejas gárgolas que parecen suspendidas en el aire, sin densidad, manteniendo apenas sus contornos originales. Su ropa las sentía flotar como telas espectrales y tuvo la impresión de que alcanzarían la distante orilla del canal por si solas.
Pensó en las palabras de la mujer de la cafetería — cada vez nos cuesta más viajar de un día al otro—. Sintió que se las había robado, y las repitió para sí varias veces, hasta que se convenció que representaban sencilla y cruelmente la confirmación de su propia existencia.
Un pelícano cruzó planeando el horizonte de forma maravillosa. Recordaba haber visto volar esas espléndidas aves en algún viaje anterior. Y tanto entonces como ahora, le parecieron criaturas de otra época. Un recordatorio breve de tiempos ya hundidos hace mucho en el abismo infinito de la historia.
Los contornos de la costa con su rampa de llegada asomaron con nitidez. Emergieron también las flacas figuras de árboles desnudos, los suaves lomajes con diminutas casas en sus puntos altos, y junto con todo eso, aparecían también esas molestas criaturas, esas pequeñas manchas humanas que se alborotaban desordenadas sobre un navío anclado en el muelle, como si fueran crueles insectos afanados en devorar hasta la médula a una enorme pero indefensa presa ocasional.
Ancud
Comenzaba a llover así que titubeó un poco antes de ponerse a caminar. La casa de su hermano no distaba más de 8 cuadras del terminal de buses, pero se sentía débil. Ayudaba mucho que su mochila estuviera casi vacía. Miró a su alrededor y pensó que habría vivido feliz en un pueblo como ése, con sus callejuelas y su vida sencilla.
La lluvia se mantuvo débil, agradable, así que caminó aliviado, sin prisa. La casa de su hermano se ubicaba casi pegada a la calle pero para ingresar tenía que subir una pequeña y mohosa escalera de piedra. Tocó el timbre pero nadie abrió. Sólo escuchó como respuesta ladridos de un perro pequeño. Insistió. Al cabo de unos instantes, la puerta se abrió crujiendo. Se asomó un rostro hostil.
- Hola cuñada —dijo Juan sonriente.
- Tu hermano no está —le contestaron secamente.
- Ah ¿Y usted cómo está?
- Bien.
- ¿Y mi sobrina está?
- No —silencio— Si quieres pasa a esperar a Jaime que llega luego.
- Gracias cuñada. Permiso. ¿Me puedo sentar un rato?
- Si.
Mientras esperaba a su hermano se preguntaba porque su cuñada nunca lo miraba a los ojos. Ni siquiera ahora. Tras unos minutos, se abrió la puerta de calle y su sobrina entró corriendo para darle un fuerte abrazo.
- Pero Emita que grande estás. Y que linda. ¡Mira!, te traje una Barbie.
- ¡Gracias Tío Juanito! Esa ya la tengo, pero mejor, así juegan juntas.
La observó emocionado buscando la razón de ello y se convenció que el limpio asombro de su sobrina era su propio asombro sólo que terriblemente desfasado en el tiempo. Luego, sin dejar de abrazar a su sobrina, observó de reojo que su hermano se encontraba ahora en la cocina hablando agitadamente con su esposa. Después, un silencio breve pero incómodo y luego pasos pesados.
- Hola Juan.
- Hola Hermano.
- ¿Hoy era que llegabas?
- Si. No te acordaste.
- La verdad no pero está bien. ¿Comiste algo?
- No, pero no tengo hambre. Me tomé un café. Un buen café en el bote.
- Estás más flaco. ¿Cuantos kilos menos?
- No sé, ya no los cuento.
- ¿Te duele?
- Poco. Ahora además de las gotas me pongo unos parches en la espalda.
- ¿De morfina también?
- Si, de morfina.
- Ah. ¿Y Sigues leyendo?
- Siempre.
- ¿Y el trabajo?
- Ahí bien, me tratan bien. Me dan los permisos que necesite. Ellos entienden.
- Hasta cuando estas por acá. Digo, tienes donde alojar.
- No pero no te preocupes, duermo en el bus de vuelta. Hoy en la noche me regreso. Quería ver un ratito a mi sobrina.
- Pero si quieres te quedas una noche. Yo hablo con ella. Puedes dormir en la pieza de Emita.
- No, si no es necesario, pero gracias. Toma te traje un regalo.
- ¿Un regalo?
- Sí, es un libro de poemas. Yo los escribí todos. Si no los quieres leer no importa, pero guárdalos para Emita. Para más adelante.
- Bueno. Gracias.
Juan observaba emocionado a su hermano, lo diferente que se veían ambos. De jóvenes siempre los confundían. Observaba sus movimientos lentos, su calma, ese sosiego tenuemente hipócrita. La franca expresión del vencido por el tedio. Quería acercarse a su hermano, como antes, hablar de sus padres, de sus infancias, pero las palabras se rebelaban como si fuesen incapaces de ponerse en pie. Como si ellas mismas supieran que ya no valía la pena. Que llegarían demasiado tarde.
- Juan, mira acá hay una señora que hace masajes curativos. Podemos hablar con ella, quizás te sirvan para lo tuyo.
- Gracias, pero mi cuerpo ya casi no me pertenece. Mis huesos están en algún otro lado o flotando en otra época. Ahora solo tengo aire ahí donde debieran estar.
Hubo un instante de silencio.
- ¿Jaime, te puedo pedir un favor?
- Claro.
- ¿Me puedes ir a dejar al terminal de buses como a las 11?
- Si, por supuesto.
- ¿Y podemos ir los tres con Emita?
- ¿Con Emita, tan tarde?
- Si. Solo si se puede. Es sólo que quiero verlos desde el bus a ustedes dos. En el andén.
- Ah, claro. Así lo haremos. Ahora comamos algo ¿te parece?
- Si. Me parece muy bien.
Comenzaba ya la hora del crepúsculo, su hora favorita. Quizás un poco más tarde le pediría a su hermano que caminaran juntos un rato en la calle. O quizás sólo lo acompañaría en la mesa de la cocina hasta que dieran las 11 de la noche, esperando a ver si se asomaba una de esas carcajadas plenas que abundaban cuando eran niños. Sí, simplemente se quedaría ahí, quieto, en esa silla de madera añosa, respirando muy profundo ese breve momento de dicha para poder entrar feliz y con algo de fuerzas en el último de sus viajes.