Cuatro cuadras a la redonda

Autor: Patricio Flores Henríquez
Seudónimo: Jack Selin
Año: 2017 – Tercer Lugar

Lo vio salir de su habitación ajustándose el cinturón de cuero café que sujetaba su pantalón de cotelé, y apurando el paso por el pasillo en dirección al baño. En eso no había cambiado en nada, pensó su hijo Oscar. Tampoco el que dejara la puerta abierta permitiendo a Oscar observar, por enésima vez en su vida, lo que hacía.

Se miraba en el espejo sobre el lavamanos, como ensimismado en su reflejo, tomándose varios segundos para tomar finalmente un peine y así ordenar su distinguido bigote, mas blanco que café a estas alturas de la vida.

Luego, trasladó el mismo peine al escaso cabello que aún le quedaba, peinándolo como de costumbre de izquierda a derecha.

Oscar seguía todos sus movimientos, de brazos cruzados bajo el umbral de la puerta y con el corazón apretado. Todo parecía tan normal, tan mundano, y eso lo transportaba, sin querer, tantos años atrás cuando de niño y luego adolescente, veía pasar de reojo la misma puesta en escena sin jamás llegar a apreciarla tanto como ahora. Todo era un arma de doble filo, pero no podían dejar de intentarlo una vez más.

­­­­—Apúrese papá —dijo por fin Oscar al ver a su viejo volver a fascinarse con su propio reflejo en el espejo

—Sí… ya estoy listo —respondió despercudiéndose y salió del baño.

Caminó cortos metros con seguridad hasta pararse frente al librero gigante, ubicado por décadas, contra una de las paredes de su comedor. Allí estiró la mano hasta dar con las llaves de su Nissan V16 sujetas por un llavero de madera que rezaba “Recuerdo de Castro” con un grabado de una iglesia sobre su superficie.

Carlos, que había estado sentado en el sofá, con las manos cruzadas sobre el regazo por horas, se había puesto de pie y desde el living miraba a su papá en su ritual. Estaba claramente nervioso y a la vez molesto y eso lo sabía Oscar con quien intercambiaban miradas a cada momento.

          —No estoy de acuerdo con esto — exclamó Carlos ofuscado.

Oscar lo fulminó con la mirada, pero supo que eso no bastaría para calmarlo. Lo conocía demasiado bien.

          —Creo que es peligroso a estas alturas que…

Oscar lo mandó a callar con un enérgico “Shhh” y se acercó a su papá que había perdido cierto impulso y urgencia.

          —El taxi está afuera papá. Vaya que se le hará tarde — y lo tomó por los hombros con sutileza para dirigirlo hacia la puerta. Súbitamente su padre retomó su acostumbra urgencia y partió hacia la entrada de su casa. Él lo siguió.

Mientras lo hacía miró a su hermano menor aún de pie y con furia indisimulable presenciándolo todo. Quiso creer que solo él podía leerlo tan bien como para notar la pena tras sus ojos rojos, y la desesperación de ver como todo se escapa de nuestras manos sin que podamos hacer nada para remediarlo­­­.          

Afuera el día era primaveral y su viejo y fiel taxi lo esperaba con algunas abolladuras propias del tiempo de trabajo juntos, pero brillando como nunca. Oscar se había encargado de lavarlo.

Su padre se subió al auto y se acomodó en el asiento del conductor. Miró la cruz que colgaba del rosario enrollado en el espejo retrovisor y acarició el volante con ambas manos. Una sonrisa se dibujó en su rostro.

           —Sus lentes papá — atajó Oscar extendiéndoselos.

          —Gracias hijo.

          —Vaya con cuidado. Ojalá tenga buenos pasajeros hoy —dijo dándole dos golpeteos al techo del taxi.

Luego observó como el Nissan V16 comenzaba su marcha lentamente como suponía y esperaba que fuera. Tenía ganas de llorar, pero se aguantó. Ya lo había hecho muchas veces.

Tres cuadras más allá, Lucía esperaba con ansiedad, mirando el horizonte. Un punto negro imposible de confundir, se le apareció y comenzó a agigantarse cada vez más. Por miedo a que pasará cualquier cosa inesperada: un desvío o improvisados pasajeros, ya a una cuadra de distancia, estiró su mano derecha haciendo movimientos en el aire para ser detectada.

El taxi, siempre transitando por la pista derecha, fue frenando su lenta marcha a medida que se acercaba a la mujer. Cuando se detuvo por completo, ella respiró aliviada.

—Buenos días — dijo al subirse.

—Buenos días mi dama —respondió el hombre con candidez. — ¿Dónde la llevo esta mañana?

—Muy cerca de aquí. Conduzca, yo le iré indicando— aseveró ella con la mayor naturalidad que pudo hallar en su profunda emoción.

—Está bien —dijo el hombre y reanudó la marcha.

Lucia examinó el interior del taxi y notó lo limpió y prolijo que quedó todo. Habían hecho un buen trabajo. Se acomodó en el asiento trasero, una sensación tan familiar para ella y echó un vistazo al espejo retrovisor para hacer que sus miradas se encontraran. Sintió un punzazo en su viejo corazón.

—¿Tan sola en una mañana como esta mi dama? —dijo él e hizo que Lucia sonriera.  —Si no es mucha la indiscreción, ¿Puedo preguntarle dónde va tan arregladita?

Lucia había sombreado de un sutil verde agua sus cansados párpados, pintado los labios rojos y desde hace un tiempo, cambiado las canas por un tono castaño oscuro que asemejaba el que solía llevar antaño. En los años más felices. Además, vestía una falda azul marino y una blusa color perla que sabía que la hacían verse muy bien.

          —Voy a un encuentro con alguien

          —Bien suertudo ese alguien, mi dama.

          —Sí, lo es.

          —Es usted muy linda, con mucho respeto le digo.

          —Muchas gracias mi caballero —y se aguantó las ganas de reír al imaginar la cantidad de veces que quizás había dicho lo mismo o algo parecido a más de alguna pasajera. Lo que antes podía perturbar, ahora los años suavizan y hasta valoran.

          —Doble en la esquina a la derecha por favor.

Él conducía lento, muy lento lo que a Lucía le daba aún más seguridad.

          —¿Tiene esposo, una familia? —preguntó él con espontaneidad, siempre mirándola por el retrovisor.

          —Sí, dos hijos. Y un fantástico esposo.

          —¿Fantástico? —exclamó sorprendido y luego algo pareció irse de él o llegar a su encuentro. Lucia lo notó y aunque no quería hacerlo, tuvo que preguntar.

          —¿Y usted tiene familia?

El volvió a mirarla por el retrovisor, pero guardó silencio.

          —Doble a la derecha otra vez —atajó Lucía al darse cuenta que casi se pasan. —Bonito su taxi mi caballero.

          —Lo tengo hace muchos años. Antes tuve otro, un Renault 5, ese también era muy buen compañero. Sabe mi dama, uno como taxista pasa tanto de su vida aquí dentro. Es como su segundo hogar. Tantas horas muertas, de espera, pero también de conocer personas. Uff cuánta gente no habré conocido en mis taxis. Cuantas historias.

          —Cuantos coqueteos, me imagino —disparó ella sin poder evitarlo. Él rió.

          —Quizás, pero siempre esperando llegar a mi casa con mi mujer e hijos.

Lucía, maravillada con la fluidez de su discurso, se emocionó al escuchar la referencia a su familia. Unas tímidas lágrimas rodaron por su arrugada piel.

          —Con decirle que hasta conocí a mi mujer aquí —remató para luego volver al silencio y perderse quién sabe dónde.

Lucía reaccionó como no queriendo hacerlo, aún sin aceptar que muchas veces debía, abandonando la esperanza de seguir escuchando sus historias que tan bien conocía.

          —Caballero, ¿podría poner la radio?

Él volvió.

          —Mi dama, a veces me complico con esta cuestión, no sé si fueron mis hijos que instalaron esta…

          —Mire —dijo ella inclinándose hacia él sintiendo su perfume —¿Ve ese

botón que dice “Mode”? apriételo. Él le hizo caso. —Ahora ese con una flecha.

Luego de seguir su instrucción, el hombre retomó la conducción.

          —A la derecha otra vez —dijo ella con el corazón palpitándole a mil. Mientras él giraba el volante, comenzó a sonar la voz de Serrat:

“Vuela alto esta canción para ti Lucia,

La más bella historia de amor que tuve y tendré…”

No importa la cantidad de veces o como la escuchara, al hacerlo ella sentía que las emociones la sobrepasaban de forma peligrosa a su edad.

          “No hay nada más bello que lo que nunca he tenido,

          Nada más amado que lo que perdí…”

Mientras las lágrimas corrían por su rostro, espero que un pedazo de historia, de su historia volviera a él. Aunque no dijera nada. No hacía falta.

Podían cambiar de nombre, modelo y año, pero ese taxi había sido gran parte de sus vidas. Allí se habían conocido cuando hace 52 años lo había hecho detenerse en las afueras del colegio donde trabajaba como profesora novata, vestida con una falda azul marino y una blusa ancha color perla.

Sentada en el asiento del copiloto y con una mezcla de nerviosismo incontrolable y completa felicidad, le había contado que iba a ser padre por primera vez.  Allí se abrazaron y lloraron juntos. Historia que quiso que se repitiera 4 años después cuando anunció la llegada de Carlos. En el mismo lugar.

En su taxi viajaron a despedir a sus padres al cementerio, muertos hace tantos años ya. Así como también asistieron a tantas fiestas, de todo tipo, que ahora eran difíciles de enumerar. Realmente era un hogar para ellos y mientras Serrat seguía cantando esa canción que le dedicará al mes de conocerse, Lucía esperaba algún gesto de su marido que le indicará que algo de ellos seguía en él.

Él seguía conduciendo con la lentitud de sus días presentes sin dejar de mirar el horizonte, sin que Lucía supiese si aquella melodía surtiría algún efecto.

          —Doble a la derecha —le indicó por última vez enfrentando el tramo final.

Faltando poco para que ella le indicara que su parada se aproximaba, él la miró por el espejo retrovisor una última vez y Lucía pudo reconocer algo de la emoción y alegría que su marido transmitió tan clara y honestamente en su talante siempre. Nunca podría definirlo con palabras a alguien, simplemente y por 3 segundos vio al Horacio de siempre, sonriendo por el espejo de su taxi viejo y sintió que no había necesidad de alguna palabra. Con ese gesto comprendido por ambos bastaba y justificaba este ritual que intentaban llevar a cabo con sus hijos cada vez con más frecuencia en el último año.

          —Pare aquí por favor —señalo y Horacio detuvo el auto en silencio. No se volteó, ni dijo nada. Lucía supo que esta vez no haría ni el intento de ver un taxímetro que nunca encendió.

          —Gracias, mi caballero.

          —A usted mi dama —respondió comedidamente, desprovisto de alguna emoción.

Lucia descendió del taxi a 2 cuadras de su casa. Mas allá, Horacio vería a Oscar y detendría su auto para que su hijo le dijera que había sido mucho trabajo por ese día y que debía descansar.

Era curioso, pensaba ella, como comenzó olvidando nombres, ciertos recuerdos hasta que después lo hiciera con conversaciones o actos realizados recientemente. No pasó mucho para que olvidara a sus hijos por ciertos días, los malos. Aún habían buenos. Lo último que estaba olvidando era a Lucía. En especial en la cotidianeidad de su hogar. Parecía saber que ella era el hogar y que la amaba, pero parecía demasiado confundido para decirlo siquiera.

Lo que aún no olvidaba era conducir su taxi. Tenía que hacerlo de tiempo en tiempo y Lucía había acordado con sus hijos, pese a la oposición de Carlos, de que montar esa escena podría traer algo de vuelta. Aunque fuese una mirada del viejo Horacio, como ese día en aquel viaje de cuatro cuadras a la redonda de su casa que era lo único que podía seguir haciendo.

A Lucía la reconfortaba y desafiaba la nueva convicción de que revivir cuantas veces sea necesario algo, era mejor que guardarlo en un rincón de la memoria para recordarlo de vez en vez.