La última carrera

Autor: Ricardo Fabian Salas Contador
Seudónimo: Vicente Vazcaro
Año: 2015 – Tercer Lugar

Mi padre fue piloto de carrera por muchos años. Tantos que no logro recordar mi infancia sin un auto y competencias. Educado por padres humildes y esforzados, buscó en este deporte no sólo el éxito personal, sino también el orgullo de sus viejos. Competía por ellos, por nosotros, y quizás de último por él. Creo ciegamente que tenía una severa adicción por vernos felices, y demostrar a través de sus triunfos, el reconocimiento que pensaba siempre merecían sus padres.

Fueron veintiséis años compitiendo. Luchando no sólo con los otros competidores sino también con la vida. Deudas y días sin comer no eran un imaginario de un cuento ajeno, sino parte de una hermosa niñez. Nunca nos sobró nada, pero nunca nos faltó vernos, tocarnos, y amarnos. Ignorar lo que otros tienen y uno quiere de niño hoy me pone nostálgico, ver a mi viejo subir a un auto y competir me hacía pensar que podíamos llegar a ser por una tarde, mejor que todos aquellos a quienes les sobraba todo.

El 23 de agosto del 2005, marcó la que sería su última carrera. Muy presente en mi memoria está aún aquella mañana. Con unos pequeños prismáticos podía ver a mi padre revisar su coche por última vez antes de empezar la largada. Llevaba un pañuelo rojo en su cuello que logré reconocer con sorpresa. Era aquel que le regaló su madre cuando cumplió 18 años. Raquel, su viejita como le decía, sólo había cursado unos cuantos niveles básicos antes de retirarse del colegio para trabajar y ayudar a criar a sus hermanos menores. Olvidada por un mundo obsesionado por el progreso, su humildad sólo era apreciada por quien siempre la vio pasar junto a su casa, quien un día pediría su mano y pasaría el resto de su vida junto a ella.

Fueron unos segundos en que noté que mi padre sólo usaba ese pañuelo en ocasiones importantes, trascendentes de su vida, pero jamás lo había llevado antes a una carrera. Lo volví a buscar con la mirada, y lo encontré realizando la última revisión del auto antes de la partida. Conocía su rutina más que nadie en el mundo. Sabía que la revisión del coche no la había hecho completa como solía hacerlo, que estaba silencioso y abstraído. Algo sucedía y me intranquilizaba, algo andaba mal, no por el azar, sino porque mi padre al parecer así lo quería.

El circuito estaba lleno, unos cien metros me separaban de mi viejo en aquel instante. Busqué levantarme rápido, pero con disimulo para que mi madre no sospechara nada. Me dirigí hacia mi padre para comprobar que todo estaba bien pero ya era tarde, se habían cerrado todos los accesos a los autos y a la pista porque la carrera estaba por comenzar. Volví a buscarlo con la mirada y lo vi, ya con su casco hacia adelante esperando la partida, y en un último gesto lo veo besar su pañuelo rojo. Aquel pañuelo que era el recuerdo más preciado de su querida madre. Raquel, aquella que le decía “Mío”, porque era su único hijo, porque era el único brillo de luz que encontró en una vida dura, ajena de bondades y colmada de tristezas.

La carrera comenzó sin más que un ensordecedor ruido de llantas quemándose por la fricción. Como rugidos de león, todos los autos peleaban por imponerse desde la partida, vestidos en metal y combustible los pilotos aceleraron en búsqueda de aquella gloria que de tanto en tanto obsesionaba a mi padre. El público gritaba y alentaba a los pilotos, entre ellos mi madre y yo viendo como en tantas oportunidades a mi padre convertirse en un gladiador. Preocupado miraba la carrera cuando sentí la mano de mi madre tranquilizándome. La miré desorientado, ella a mí, como si supiese ya el desenlace final.

Sabía que eran cuarenta vueltas a la pista, que regularmente se demoraban casi dos horas, y que mi padre debería estar entre los seis primeros. Sabía que al terminar él nos buscaría con la mirada, reiría y estaría ansioso por llegar a casa y en la mesa contarnos todo acerca de la carrera. Sabía que estaría meses preparándose para la próxima competencia, que además durante ese tiempo conversaríamos acerca del deporte y los nuevos desafíos. Sabía todo aquello, pero lo que no sabía, era por qué mi intuición decía otra cosa.

Era la mitad de la carrera, mientras mi silencio y angustia parecía aumentar, por lo que mi madre me preguntó si algo sucedía, a lo que respondí negativamente. Pensé en decirle sobre el pañuelo rojo que mi padre llevaba aquel día, pero preferí callar. En ese instante cómo encontrando la pieza faltante recuerdo consternado que justo aquel día se cumplía un año del fallecimiento de mi abuela Raquel. Su Raquel, aquella que cosía sus ropas de niño, cortaba sus cabellos y cocinaba a su gusto. Aquella que le cantaba para buscar su sueño y acariciaba para despertarle. Aquella a la que el tanto extrañaba visitar por las tardes y hacerla reír.

Mi angustia se transformó en un presagio. Un sin número de preguntas invadieron mi mente, cada una de ellas conectaba otras. ¿Qué estaba pasando por la cabeza de mi padre en aquel momento?, creo que fue la que más permanente quedó en mi consciencia.

Mi viejo desde los catorce años comenzó a interesarse por los automóviles. En ese tiempo mi abuelo era transportista de ripio, por lo cual lo llevaba casi a diario por la ciudad a distintos lugares en donde las personas construían o arreglaban sus casas. Allí aprendió a conducir, a mantener los nervios fríos, a cuidarse a sí mismo y a quienes le rodeaban. Recuerdo que todos los años nos contaba la vez que decidió inscribirse para ser piloto de carreras y debía decirles a sus padres. Estaba tan nervioso que prefirió escribirles una carta que dejó sobre la mesa antes de irse al liceo. Al regreso encontró que la casa estaba vacía, sus padres habían salido a caminar. Momentos más tarde llegaron, Raquel tenía sus ojos hinchados pero secos. Entró a la cocina sin decir palabra alguna. Cocinó y sirvió una once para los tres, pero ella no se comió nada. Sin apetito prefirió mirar su taza dejando pasar el tiempo. Mi padre le preguntó si habían leído su carta, a lo que ella respondió que sí. Le dijo que él era libre de tomar sus propias decisiones si estas lo hacían feliz, pero que tenía también que respetar la angustia que ella sufriría cada vez que el compitiera, por temor a perderle.

Quedaban pocas vueltas cuando veo humo denso en la primera de las curvas del circuito. Muchos sacan sus cámaras y morbo para fotografiar el accidente que allí ocurre, yo por otro lado trato de controlar mi angustia. ¿Estará bien papá? la carrera se detiene lejos. Mi madre toma mi mano y me tranquiliza nuevamente “Todo está bien Elías, deja de preocuparte por tu padre”. ¿Cómo sabia ella de mi preocupación?, había tratado sin resultados de esconderla pero quien mejor me conoce en el mundo no se esforzó mucho en encontrarla. Le pregunté cómo sabía que todo andaba bien, y me señaló un lugar de la pista.

El auto de mi padre estaba detenido en un costado de la pista. Totalmente ileso y ajeno al accidente ocurrido más adelante. A un lado de su vehículo estaba mi viejo sentado, con ambas manos en su rostro parecía llorar desconsoladamente. Mi primera reacción fue correr hacia él, pero mi madre me detuvo. “Déjalo. Deja que lloré”. La miré desconcertado, ella parecía entender todo y yo seguía sin entender nada. Mi viejo luego de unos minutos se levantó y caminó buscando una salida. Fuimos en su encuentro, el besó y lloró sobre el hombro de mi madre “No sabes cuánto la necesito”, le decía, mientras mi madre sólo lo abrazaba.

Esa fue la última vez que vi correr a mi padre, no volvió a encontrar motivo para correr, aquella tarde no había encontrado consuelo a su dolor, aquella tarde encontró paz. De vez y en cuando lo veo con su pañuelo rojo, quizás recordando su niñez junto a su madre, quizás conversando con ella, sus ojos se llenan de nostalgia y por instantes se deja acariciar por ella como al despertar…