EL ANCIANO

Autor: Sergio Gamonal Vallejos
Seudónimo: Gurí Simó
Año: 2012 – Mención Honrosa

Todas las mañanas lo veía ahí sentado, con su sombrero gris, un terno ya raído por los años y las manos entrelazadas sobre un gastado palo a modo de bastón.  No importaba si llovía, o si el calor comprimía su anciano rostro marcándole nuevos surcos en la frente, que a veces le veía enjugar con un descolorido pañuelo: cada vez que el tren se detenía en la estación Chiguayante, el anciano estaba  ahí sentado, con su sombrero gris y su terno raído por los años, la mirada serena y las manos enjutas sosteniendo su informal y también enjuto bastón.

La primera vez que lo vi me llamó la atención su apacible presencia en el andén, su tranquilidad en medio del movimiento de estudiantes, trabajadores de supermercado y mujeres jóvenes con niños en brazos que aguardaban impacientes por subir. Pero lo que más me llamó la atención fue que el anciano no tomara el tren. Siguió ahí sentado, con la mirada serena, quizás incluso una leve sonrisa, ignorando e ignorado por el pitazo con que el tren anunciaba que proseguía su marcha hacia Concepción.

No habría pasado de ser una escena pasajera si no fuera porque al día siguiente volví a verlo en el mismo lugar, sentado con su mismo viejo sombrero y la misma tranquilidad ante el ir y venir de personas esperando subir al tren. Ni la prisa del último pasajero, un universitario que pasó corriendo frente a él antes de que se cerraran las puertas, ni el pitazo que una vez más retumbó en la estación para anunciar la continuación del viaje lograron perturbarlo. El anciano permaneció ahí, con su imagen apacible e impasible ante el tren que se alejaba, que lo dejaba otro día más, tal como ocurriría durante muchos días, quién sabe cuántos días, que ya no recuerdo cuánto tiempo pasó desde la primera vez que lo vi.

Desde entonces ya no pude dejar de pensar en el anciano. Si antes solía adelantar las páginas de un libro en el viaje, ahora la ansiedad a medida que el tren se acercaba a la estación Chiguayante, aguardando confirmar su presencia dibujada un día más sobre el andén, y las elucubraciones que se agolpaban en mi mente el resto del recorrido tras verlo una vez más sentado ahí, cual fotografía en sepia enmarcada por la ventana del tren, me hacían imposible hacer otra cosa que no fuera pensar en él. A menudo me preguntaba si el anciano cancelaba su boleto cada día solamente para sentarse en la estación o si los guardias le permitían entrar a esperar, esperar quién sabe qué, que era lo que también me preguntaba a menudo. Saber qué hacía ahí, sentado en el andén, siempre con su sombrero gris, su raída y descolorida chaqueta, sus manos a veces sobre sus piernas, otras sosteniendo o sosteniéndose en su gastado y añoso bastón.

La presencia cada mañana del anciano en la estación me era tan intrigante como su ausencia al pasar de regreso por la tarde, cuando mis ojos buscaban en vano comprobar si aún estaba ahí, sentado siempre en el mismo asiento del andén, con la mirada serena, nostálgico, como si aguardara algo o a alguien que nunca llegaba, al menos no en el tren en que yo viajaba, y quizás tampoco en el siguiente, que pasaba una hora más tarde. Porque si así hubiera sido ¿por qué adelantarse tanto? ¿Por qué ver pasar un tren que sabía no era el que esperaba? O tal vez más de uno, ya que ignoraba yo a qué hora llegaba ni en qué momento se iba: sólo sabía que cada mañana, cuando el tren hacía su detención de rutina en la estación Chiguayante, el viejo estaba ahí sentado, con su viejo sombrero, su terno viejo y el viejo bastón.

Tal vez su pasatiempo era ese: sentarse cada mañana a ver pasar los trenes, recuerdo quizás de una época gloriosa como maquinista o trabajador de ferrocarriles, imaginaba yo a veces. O por la memoria de alguna mujer a la que en su juventud prometió esperar para amar y respetar, hasta que la muerte los separe, fantaseaba otras. Tal vez la única distracción que podía permitirse a su edad era esa, réplica del estereotipo del anciano en que la estación era su plaza y el bufido del tren al detenerse el arrullo de sus palomas.

A veces me era difícil imaginar al anciano caminando hacia la estación, a paso lento, saludando quizás al guardia y  preguntándole por su familia o una nietecita recién nacida, o quizás sólo haciendo un movimiento con su cabeza antes de pasar a tomar su acostumbrado sitio en este salón de cuatro asientos, uno reservado para él. Todo lo que conocía era a un anciano sentado, vestido con un terno de color indeterminado ya raído por los años, una desteñida camisa y un chaleco oscuro –azul marino, quizás- cuando la mañana era más fría, zapatos viejos y un viejo sombrero gris que nunca se quitaba, acompañado de un gastado e informe palo en el que apoyaba sus manos igualmente gastadas por los años. A veces lo vi también enjugar su frente o sonar su nariz con un descolorido pañuelo sacado del bolsillo interior de su chaqueta, aunque parecía más bien sacado de otra época. De hecho, todo en el anciano ahí sentado tenía un aspecto anacrónico, una postal del pasado en medio de jóvenes que subían al tren enfundados en sus audífonos y reproductores de música; hombres y mujeres con el celular en la mano o en sus bolsillos traseros, exhibiéndolos cada vez que querían saber la hora o averiguar si alguien los había llamado; universitarios con los ojos y las manos pegadas a sus teléfonos inteligentes, sin levantar la vista siquiera para evitar tropezar con la puerta, menos para reparar en la existencia de un anciano que siempre esperaba sentado en la misma estación, pero que jamás abordaba el tren.

Una mañana de mucha lluvia me convencí de que ya no lo vería, al menos no por ese día, y pese a que eso no evitaba el hormigueo nervioso que sentía yo a medida que la estación Chiguayante se acercaba, ese cosquilleo de quien va a una primera entrevista de trabajo o sabe que a la salida de clases se va a encontrar con la chica que le gusta, abrigaba la esperanza de que así fuera, de que el anciano hubiera decidido quedarse al menos este día en su casa, que aunque su inasistencia a nuestra no concertada y desconcertante cita me llenara de nuevas interrogantes, yo estaría feliz de imaginarlo acostado y arropado en una cama de frazadas seguramente tan viejas y raídas como su traje, en lugar de verlo ahí sentado con ese mismo viejo y raído traje. Pero la decepción y el alivio se fundieron apenas el tren detuvo temporalmente su marcha en este punto acostumbrado para transmitir por la ventana salpicada de gotas una imagen empañada pero clara del anciano ahí sentado, con su sombrero gris ennegrecido por hilos de agua, su descolorida chaqueta coronada de puntos de lluvia, su mirada siempre serena y, quizás, una leve sonrisa de satisfacción tan amplia como lo autorizara su escasa dentadura.

Había días en que me decidía a faltar al trabajo, bajarme en la estación y enfrentar al anciano. Hablar con él, conocer su nombre y preguntarle por ese antiguo trabajo en ferrocarriles, por la mujer a la que prometió esperar para un día casarse y ser felices, o por alguna hija que se fue a vivir a la capital y jamás volvió a ver. Saber de una buena vez qué esperaba o por qué esperaba cada mañana ahí sentado. O tal vez sólo saludarlo. O quizás únicamente pasar por su lado, comprobar su existencia del otro lado de la ventana del tren, en ese pequeño mundo exactamente igual a la decena de otros pequeños mundos en que cada mañana el tren hacía su parada oficial, pero completamente distinto por la sola presencia de un anciano de sombrero ahí sentado.

Era un día como cualquier otro cuando ya no lo volví a ver. Cuando la presencia del anciano ahí sentado en la estación era para mí tan segura como la detención misma del tren en la estación, y lo único que restaba confirmar era si su figura tan serena como añosa había quedado más adelante o más atrás en relación a mi ventana, o incluso justo al frente, como ocurrió alguna vez para permitirme observarlo con más detención u otra en que estuve tentado de levantar mi mano para hacer un gesto de saludo, seguro de que era a mí a quien miraba, fue ahí, una mañana como cualquier otra de muchas mañanas, que el anciano ya no apareció. 

Casi por instinto, sin pensar en la hora, en que debía llegar al trabajo, en que ya no quedaban en el andén ni estudiantes ni trabajadores ni mujeres con niños pequeños en brazos ni en que el tren estaba a punto de reanudar su marcha, sin pensar en nada más que en el anciano, me paré del asiento y ante la atónita mirada de quienes iban sentados junto a mí, el hombre al que interrumpí la lectura del diario, una señora gorda a la que pasé a llevar camino a la puerta y el sobresalto de una universitaria que seguro pensó que le había robado a alguien, me bajé del tren.

El pitazo retumbó una vez más en la estación tras el cierre de puertas y el tren reanudó con habitual modorra su rutinario viaje rumbo a Concepción, dejándome ahí, parado en el andén con mi casaca bajo el brazo, indolente ante mi resuelta perplejidad. No sabía si salir de la estación, quedarme exactamente donde estaba o sentarme y esperar. Sentarme y esperar a que el puntual anciano que por días jamás faltó a nuestro puntual encuentro apareciera con su acostumbrado sombrero gris, su eterna mirada serena y una justificación plausible a su inesperado atraso, a ese inoportuno retraso que rompió nuestro insistente hábito de pasar cada mañana frente a frente, yo ahí sentado junto a la ventana, él ahí sentado del otro lado de la ventana.

El siguiente tren pasó una hora después con idéntica precisión y aprendida rutina, soltando un bostezo al detenerse, abriendo sus puertas para permitir la entrada a nuevos pasajeros y desperezándose luego con un reanimador pitazo antes de continuar su itinerario ya establecido. Pero esta vez el anciano tampoco apareció. Me preguntaba si se habría enfermado esa mañana. Si despertó cansado de completar el viaje –caminando, suponía yo- entre su casa o el lugar del que fuera que saliera cada mañana y la estación. O si sencillamente no despertó. Mil y una teorías trataban de enrielarse en mi mente para encontrar una explicación satisfactoria y tranquilizadora a la inquietante ausencia del anciano, sin éxito, mientras yo continuaba ahí, parado en el andén, con mi casaca bajo el brazo y la mirada angustiosa, esperando el regreso del anciano con ese viejo e inamovible sombrero en su cabeza y ese viejo y ya casi inasible palo que usaba de bastón.

No me importó faltar ese día al trabajo, ni tampoco el siguiente. Porque al no ver nuevamente al anciano ahí sentado al pasar al otro día por la estación Chiguayante, no tuve más remedio que volver a bajar del tren y quedarme otra vez ahí parado, la casaca negra bajo el brazo, con los pies muy cerca del asiento que tantas mañanas el anciano reservó para provocar hoy mi angustia, esperando su apacible aparición como un niño que espera el día de Navidad, atento a cada movimiento en la estación, seguro de que entre la siguiente oleada de pasajeros lo vería pasar, a paso lento, con las manos en su bastón, su terno ya raído por los años y el sombrero puesto, para tomar su acostumbrado palco en este rotativo incansable al que yo no me he cansado aún ni me cansaré de asistir mañana, pasado mañana, una y otra vez cada mañana, seguro de que uno de estos días el anciano volverá a su lugar.